Entre tanta antigüedad y objeto valioso del castillo, su retrato nunca ha dejado de darme problemas. Un cuadro indiscreto. No de esos que te siguen con la mirada, te pongas donde te pongas, por efecto de la cuidada técnica del artista creador ni de esos otros que, directamente, te persiguen porque tienen un malo detrás espiándote por obra de dos orificios practicados en el lienzo. Qué va. Es curioso, curioso de verdad. Una noche lo presentí observándome en mi habitación a través de la cerradura. No llegué a tiempo. Escapó atropelladamente, pude oír el repiqueteo del marco labrado pasillo adelante, lo imaginé en su huida anadeando como un pato torpe en el fango. Es rápido. Listo. Organicé una improductiva güija para invocar el espíritu del tío Florian y ver si el retrato se delataba, pero nada. Durante la velada permaneció impertérrito, donde siempre, bajo el blasón, las patillas prusianas y los pulgares en los bolsillos del chaleco. Llevamos meses jugando al ratón y al gato.
He dejado mi puerta entreabierta. Querrá saber qué escribo. Cuando huela su barniz estará tan cerca que ya no tendrá escapatoria. Me responderá entonces a unas cuantas preguntas. También yo soy curioso. Vendrá de familia.