Unos decían que en pro de la justicia, otros que en aras de la libertad. Muchos, la mayoría, habían llegado hasta allí huyendo de la palabra traición que enarbolaban contra ellos los salva patrias. Lo único cierto es que a esas horas solo quedaban en las calles los escombros huérfanos de nuestros disparos; y nosotros. Y silencio. Uno plomizo solo deshilachado por el caminar de la vaporosa figura de un viejo enfundado en una toga que, con paso elegante, acompasaba el rechinar de la carretilla en la que nos cargaba para quitarnos de en medio. Después de apuntar nuestros nombres en una lista, uno a uno, nos leía nuestros derechos. Los que aún esperábamos junto nuestros cuerpos discutíamos entre susurros si se trataría del mismísimo diablo. Insistía en que había que pactar, que el fiscal era duro allí abajo, y él solo un simple abogado. Se disculpaba por no poder hacer más. Parecía un buen tipo. Ni siquiera mencionaba que estábamos muertos; perro viejo en ese oficio desde que el mundo es mundo sabía que allí nadie quería escuchar eso.