Como un geiser, la vida de Nicole se desliza por una pendiente peligrosa, sorteada a base de aguantar y aguantar. Haciendo lo que quiere pero sin que lo haga salga como desea. La presión va acumulándose, produciendo un colapso interior en el que la concentración de gas va provocando la falta de espacio que va a terminar en estallido. El frustrado viaje de Nicole a Islandia no es más que una metáfora de lo que la naturaleza suele ofrecer para liberar energías sobrantes de su interior. Nicole no lo va a relacionar, no encontrará el porqué de ese deseo de viajar a ese país desde su Canadá francófono hasta que la película cierra el círculo y cualquier masa de agua es suficiente para ser despedida con fuerza hacia el exterior, una pareja en una cama al principio de la película y otra al final son inicio y colofón de un buen relato, y desde luego no estamos ante la pareja retratada por Toulouse Lautrec descansando plácidamente tras lo que se imagina una noche intensa.
Hay, cómo no, ecos ineludibles de Frances Ha en el retrato tormentoso de esta Nicole desamparada durante un verano, estamos ante unos pocos días o semanas, mientras los progenitores se han ido de vacaciones y Nicole dispone de la casa para ella sola. Pero hasta en la soledad encuentra inconvenientes y contratiempos, poco a poco ese espacio que parecía que iba a ser para ella sola se va ocupando de personas e instrumentos musicales hasta transformar el salón en sala de ensayo del grupo de un hermano que, de sorpresa, vuelve a casa, de sorpresa relativa, porque ya sabemos que vuelve aprovechando la ausencia de los mayores. Si a Frances cada tropezón vital le daba más fuerza para seguir adelante, incrementaba su optimismo vital sin decaer nunca, se embarcaba en un viaje imposible a París para dormir en un hotel durante un fin de semana, a Nicole cada paso atrás es un torpedo en la línea de flotación, poco a poco su resistencia va cediendo, su perspectiva de un buen verano se precipita hacia el desastre, hacia un otoño permanente de insatisfacción y pereza que seca el alma.
Una luminosa fotografía en blanco y negro, como la personalidad de Nicole, va recogiendo el paso de los días de la protagonista, una solvente Julianne Cotté, a la que acompaña, como a aquel alter ego de Frances, la no menos solvente amiga encarnada por Catherine St. Laurent, una relación de amistad que parece inacabable e inmortal hasta que se resuelve tan efímera y finita como todo en esta vida. Del optimismo al desencanto hay la misma distancia que de un si a un no, y lo que a Nicole todo le parecen síes en un momento dado, de la noche a la mañana se le transforman en noes como portazos. Puede que sea su falta de madurez, su ánimo adolescente negándose a crecer y asumir responsabilidades, su limitada capacidad de reacción, pero a su alrededor la vida sigue, sus padres viajan ajenos al torbellino interior de la joven, se acuesta con algún chico sin saber muy bien porqué, siente el calor interior de la rabia y la no aceptación cuando sus antiguos novios consolidan relaciones que, en el fondo, ella desea que terminen para tener una nueva oportunidad, y mantiene el anhelo de conseguir interesar a alguien que parece muy lejano y muy hermético, casi como ella.
Por eso cuando a Nicole se le atasca el candado de su bicicleta su mundo se para, pero el de los demás sigue moviéndose, se queda anulada, anclada a un lugar sin rumbo, pensando que será el mundo el que se acomode a su paso en vez de tomar iniciativas. Sus conversaciones serán breves, llenas de sugerencias a medio insinuar que no tienen porqué ser entendidas, confiando en que lo mal hecho siempre tiene remedio y los demás no tienen porqué pensar así. Cuando encuentra una bicicleta a la puerta de su casa cree, por un momento, que el mundo ha vuelto a moverse a su ritmo, que la vuelta de la amiga significa retomar una situación donde quedó paralizada, poco sabe o imagina, que tras esa puerta está la realidad, que el mundo de Nicole ha perdido el paso mientras los demás han seguido acompasando su ritmo para no frustrar sus necesidades.
Película de grandes personajes secundarios, a la vez un tanto surrealistas, como ese chico de diez años con voz de barítono y mente de adulto, enamorado de Nicole, que ha sido su baby sitter, y para el que no existe posibilidad de éxito, pero que, a diferencia de Nicole, no asume la negativa como fracaso sino como posibilidad de crecer, o ese hermano que no habla y no expresa sus sentimientos más que con la guitarra, en el que adivinamos la misma soledad interior que en Nicole pero que, finalmente ha sabido combinar soledad y misantropía encontrando un lugar, incómodo e insatisfactorio, pero suficiente en su mundo. Hay belleza, y mucha, en situaciones aparentemente superfluas que, sumadas, van aportando contenido a la vida de Nicole y Veronique, miradas y silencios que reflejan el interés de cada personaje, vagabundeos en bicicleta donde una sigue a la otra sin saber ni adónde ni porqué, colchones hinchables que se desinflan tragando a la protagonista en un claro simbolismo de hundimiento, paseos nocturnos en coches oyendo cantar a las ballenas, sinónimos de viajes sin rumbo. Si en esta historia se perciben toques de Baumbach o del setentero Bogdanovich, se agradece que estos jóvenes que han dejado la adolescencia y bordean una madurez que no desean, se parezcan muy poco a los petardos insustanciales procedentes de California con los estandartes de las Coppola como bandera de enganche, puede que sea la diferencia entre el civilizado Canadá y el armado EEUU, pero me interesan mucho más estos vacíos interiores que los vacíos cerebrales del sur.