En un instante, cuatro pequeñas gotas de lluvia se transformaron en una terrible tormenta. No tuvo tiempo de (re)accionar. El miedo le susurró «Corre por tu vida y no mires atrás». No era una tormenta, era algo más. Para Miriam era la representación de nueve años de su vida desmoronándose. Sentada como una notable en la proedia, contemplaba la representación de unas ramas de árboles gimiendo por la acera a consecuencia del fuerte vendaval. Su vida acababa de desaparecer. ¿Qué podía hacer?, ¿o qué debía hacer?
Hacía casi dos años que una llovizna constante había inundado su alma. Pero un mandamiento absurdo y cruel le había impedido admitir que se sentía sola, abandonada, bogando en un océano enfurecido injustamente con ella. Era el mismo océano donde nadaban las sirenas y donde Odiseo se había fugado con ellas.
Se resguardó en la entrada de un garaje y esperó a que la tormenta amainara. Tuvo miedo de saberse sola. Odiseo ya no volvería a amarla como al principio. No le enviaría ramos de rosas rojas, no le compraría pasteles de chocolate, no le inundaría con halagos, ni vendría con zapatos caros el día de su cumpleaños. Pensar en ello le produjo un dolor paralizante. Sin embargo, Odiseo ya no volvería a llamarle cerda por un cotidiano pedo; no se enfurecería con ella por traer tierra del parque en los zapatos; no le reprocharía no acertar el número de platos que debía haber en cada estantería; y, por suerte, tampoco la ignoraría por un partido de fútbol.
No le odiaba. El odio se le antojaba injusto. No soportaba teñir de negro su pequeño corazón. Un corazón que ya sólo latía cuando su cachorro le sonreía. Y no, Odiseo no sabría jamás que su retoño le había visto llorar desconsoladamente, le había abrazado y le había secado las lágrimas. A sus dos años, se había comportado como un hombre. Tampoco Odiseo, embelesado con sus nuevas Circes, sabría que su retoño estrechaba su cuerpecito contra el de su madre cada noche para que ésta no tuviese miedo a la inmensa oscuridad. Odiseo se perdería todo eso.
La tormenta cesó y dejó tras ella trozos de ciudad y de Miriam. Había olvidado el móvil en casa, así que estarían preocupados. Esta vez no le haría falta mediar palabra. Miriam ya no esperaría más sentada en Ítaca, puesto que había cambiado el huso por la pluma.
Al llegar a casa, se contempló en Chavannes. Se vio a sí misma en tres y entonces comprendió que nada había desaparecido. Lo que la tormenta había provocado era una transmutación: ahora la vida había tomado la justa forma para ella y su cachorro. Y mientras peinaba sus largos cabellos, una ligera brisa de mar, de un azul mar, le recordó un nombre. Sin abrir la boca, Miriam pronunció aquel nombre y sintió su lengua bailar delicada y sensualmente por su paladar. Era un ángel de la anunciación. Y mientras con sus alas desvelaba el camino de la paz, Miriam sintió las brasas extenderse por su vulnerable cuerpo. La pasión, como la tormenta, la pilló por sorpresa. ¿Estaría cometiendo un acto blasfemo?