Rara vez una secuela cinematográfica, dura lex, sed lex, está a la altura, como mínimo, de su predecesora. Bien es verdad que podríamos comenzar por las excepciones y citar La novia de Frankenstein (James Whale, 1935), El Padrino II (Francis Ford Coppola, 1974) o, por ejemplo, Aliens el Regreso (James Cameron, 1986), pero no es esta la intención de quien suscribe. Sí lo es, empero, hablar acerca de la que es, para mí, una de las secuelas más importantes de la historia del Cine. Me refiero a Las campanas de Santa María (Leo McCarey, 1945) y, si pienso en ella, sé que me encuentro ante una verdadera anomalía, digamos la perla más rara. Esto es, no ya frente a una secuela que supera con creces la original –Siguiendo mi camino, dirigida por el propio McCarey en 1944-, en retrospectiva, un melodrama extraordinario, sino también uno de los más honestos retratos del catolicismo, gracias a los modos y maneras de la hermana Benedicta (Ingrid Bergman) y del inolvidable sacerdote al que da vida, por segunda vez, Bing Crosby: el padre O’ Malley. Nada menos que el consejero espiritual que todo creyente desearía tener en sus vidas: uno que, lejos del obstáculo que puede suponer la adhesión incondicional a ciertas rigideces morales, posee una mirada clara y es capaz de abrirse camino a través del catecismo, convirtiendo sus enseñanzas consagradas en algo óptimo para todos esos feligreses cansados del mundo a los que sirve con dignidad, así como en una enorme e innata compasión por toda falibilidad humana.
Para comprender mejor la existencia de esta película, no queda más remedio que remontarse, por tanto, a ese 1945, momento crucial en que la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin. En aquel tiempo, uno de los personajes de ficción más populares en Estados Unidos era, precisamente, ese padre O’Malley, clérigo virtuoso y cantarín de origen irlandés y, por lo mismo, un cordial reformista que intenta sacar el catolicismo de los templos y llevarlo hasta las calles. El propio Crosby, católico, había sido monaguillo en su adolescencia y asistió a una escuela secundaria jesuita, con lo que, sumado a sus inconfundibles virtudes como vocalista, parecía la personalidad ideal para tender puentes entre las alas tradicionalista y progresista de la Iglesia. Por su parte, McCarey, el director, después de dos éxitos rotundos como fueron La pícara puritana (1938) y la antedicha Siguiendo mi camino, era uno de los realizadores mejor pagados de Estados Unidos, capaz de tomar sus propias decisiones, y ese fue el motivo por el que acabó creando una productora, Rainbow Productions, a través de la que planeó la secuela que sería, finalmente, Las campanas de Santa María.
McCarey se encontró entonces con un pequeño hándicap, pues, si bien no existía problema para que Bing Crosby volviese a interpretar el papel que tan famoso le había hecho, sí lo había con la protagonista femenina que el director anhelaba: nada menos que Ingrid Bergman. Afincada ya en Estados Unidos, la actriz sueca tenía entonces un contrato con David O. Selznick, por lo que la RKO tuvo que desembolsar casi doscientos mil dólares al productor para poder contratar sus servicios, además de venderle los derechos de Las cuatro hermanitas (George Cukor, 1933)[1]Primera adaptación de Mujercitas, el clásico inmortal de Louisa May Alcott. y Nota de divorcio (John Farrow, 1940). Bergman recordaba cómo Selznick intentó disuadirle de aceptar el papel, argumentando que no resultaría más que un títere para las canciones de Crosby. Sin embargo, la bellísima actriz, cautivada por la energía de McCarey, se decidió a participar en la película. Todo el dispendio suponía, sin duda, una suma considerable para la RKO, pero Bergman acababa de ganar un Oscar por Luz de gas (George Cukor, 1944), y asociarla con Crosby parecía en un principio, como así fue, una apuesta segura en taquilla.
A partir de una historia original del propio McCarey, el libreto del veterano guionista Dudley Nichols –que había trabajado nada menos que para John Ford, Sam Wood, Fritz Lang o Jean Renoir- somete al padre O’ Malley y a la hermana Benedicta, Madre Superiora de un colegio católico urbano al borde de la extinción, a no pocos conflictos: sus tácticas divergentes para tratar el acoso escolar del niño Eddie (Dickie Tyler), los problemas de Patsy (Joan Carroll), una joven procedente de un hogar roto y, además, el cortejo de un hombre de negocios (excelente Henry Travers), decidido a demoler St Mary’s para construir un aparcamiento –pues frente al colegio hay un flamante edificio de oficinas-, y que intentará utilizar al padre O’ Malley como intermediario. El conflicto termina por revelar a ese par de clérigos bienhechores, tan distintos en apariencia, como aliados de corazón y alma.
Las campanas de Santa María lleva consigo la magia de la artesanía de Hollywood, tocada por la tiara del milagro. La alegre aparición de Crosby, que entra en escena portando un canotier y su inevitable pipa, pronto se ve aturdida por el primero de los ingeniosos cuadros que el director McCarey propone para esta singularísima obra maestra: un grupo de religiosas que entran en la sala del convento para conocer al sacerdote, que se ve rodeado y desconcertado antes las risas incomprensibles de las hermanas. La interpretación de Crosby, literalmente en estado de gracia, con voz y procederes tan suaves como cuando canta alguna vieja nana irlandesa, un estándar de jazz o villancicos que han pasado a la historia por mérito propio, contrasta con el toque de distinción que otorgan los voluminosos hábitos, los inmensos cuellos blancos y los tocados a las intérpretes femeninas, mientras que la juvenil, fenomenal belleza y aplomo de Bergman le confieren a su personaje una autoridad casi de emperatriz. Por supuesto, el padre O’ Malley de Crosby, entonces una suerte de monarca del mundo del espectáculo, habrá de emplear sus propios recursos, cuando no sólo promete admitir a la joven Patsy en las clases, sino que aumenta la autoestima de la muchacha cantándole Aren’t you glad you’re you? (¿No estás contenta de ser quien eres?) y, más tarde, ejerce de casamentero con sus padres, gracias a un himno a la renovación personal, Land of beginning again (En el país de volver a empezar).
En un equilibrio de escalas coprotagonistas, la fuerza de Bergman reside, por su parte, en la astuta agresividad del personaje y su humanizadora obsesión por el legado de la institución, lo que no obsta para que termine cantando para todos, con sumo encanto, un himno folclórico sueco a la primavera del que volveremos a hablar enseguida. En cualquier caso, impregnada como está de pasión personal, la película de McCarey es, sin duda, una cápsula del tiempo de la visión católica del mundo irlandés de mediados de siglo, donde una Madre Superiora podría entrenar, en secreto, a un niño que sufre acoso escolar para despachar a sus rivales en una pelea a puñetazos y, sólo más tarde, recibir alegremente la absolución de un sacerdote en la escena final. Reímos y lloramos a partes iguales gracias a estos dos pequeños héroes, el fanfarrón y desenvuelto sacerdote y la remilgada hermana Benedicta[2]Inspirada, por cierto, en una tía del propio McCarey, que pertenecía a la hollywoodiense parroquia del Inmaculado Corazón de María, que a menudo choca con O’ Malley, al tiempo que alimenta en secreto sentimientos de admiración. Nada, por supuesto, se expresa. Todo está en las miradas y entre líneas, y alcanzará su cénit cuando O’ Malley, finalmente, le diga a la hermana Mary que es perfecta. Resulta, entonces, difícil resistirse a los encantos de sus dos protagonistas y a su utópico enfoque de la resolución de problemas sociales.
Mientras que la episódica Siguiendo mi camino posee una cierta tendencia a divagar, Las campanas de Santa María está anclada, y con firmeza, en la burbujeante compenetración entre Crosby y Bergman. En una inversión de los roles tradicionales de género, O’ Malley es presentado como un educador tierno, mientras que la Hermana Benedicta es estricta y firme, enseñando incluso, como decíamos, a boxear a un niño. Crosby es introducido en la escuela a través de una serie de humillaciones. Así, O’ Malley es reprendido por la criada (la escocesísima Una O’Connor, que había participado en El hombre invisible junto al propio Henry Travers, en 1933), que cacarea, sin cesar, que el sacerdote no sabe lo que es estar de monjas hasta la coronilla, o figura en varias escenas hilarantes, como aquellas en las que toca accidentalmente un timbre, despertando a todo el convento; se sienta, sin querer, sobre una gata chillona, y pronuncia su discurso de bienvenida a las monjas, mientras otro gato juega con su sombrero, a sus espaldas, provocando la carcajada de las hermanas. Es verdad que O’ Malley trata, en ocasiones, de reafirmar su masculinidad, pero tras un diálogo imponente, con referencias indirectas a los horrores de la Segunda Guerra Mundial[3]Fuera de aquí, el mundo es del más fuerte. / Y así va el mundo, padre. / Sí, no demasiado bien, a veces el hombre tiene que luchar para abrirse paso. / ¿Y no cree que sería preferible que el hombre supiera pensar?, intercambian sus roles: Mary ejercerá la agresividad y O’ Malley la compasión, aceptando su papel de subordinado en el orden jerárquico de la escuela.
El quid de la película estriba, por una parte, en el apartado técnico –donde habría que destacar el trabajo de fotografía de George Barnes que, como en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), demuestra una habilidad técnica inusual en un amplio abanico de condiciones, desde exteriores e interiores de gran intensidad hasta los interiores más sombríos y dramáticos de la parroquia, todo ello ejemplar en cuanto a su dúctil consistencia. Detalles como la fuente de iluminación, el movimiento de la cámara y la operatividad de la propia cámara son, sin duda, el punto fuerte de Barnes. En cuanto a su director, conviene recordar que, más que un método de trabajo único, el método de improvisación de McCarey contribuye a crear un cine muy característico, plagado de escenas y estructuras suaves. A él le interesan más, como realizador, las personas y su comportamiento tragicómico mucho más que la trama. Si no, uno siempre puede recordar esa otra obra maestra absoluta que es Tú y yo (An affair to remember, 1957) y colocarla al lado de Las campanas de Santa María. En ambas, cada escena deviene un momento de enseñanza, sobresaliente no sólo porque parece real, sino también porque hace avanzar la historia al revelar el carácter y las relaciones humanas. Puede que el gran Leo McCarey sea, por todo ello, quizá uno de los realizadores menos digresivos de la historia.
Además del apartado técnico, resulta innegable que lo que hace que encaje a todos los niveles es, sin duda, la química romántica entre sus dos estrellas, con las irónicas réplicas y esa suerte de fuegos artificiales, cargados de diálogo, entre ambos. Tanto Crosby como Bergman se encontraban en la cima de sus respectivas carreras. Bergman, cuya estrella había ascendido meteóricamente, recibió, entre otros galardones, un Globo de Oro por su interpretación y el O’ Malley de Crosby fue tan apreciado por los votantes de la Academia, que resultó nominado de nuevo al Oscar por interpretar el mismo papel. Nunca, antes o después, en la historia de la Academia, ha ocurrido algo así. Por cierto, aunque Crosby ganó su estatuilla por el primer O’ Malley, la perdió, al año siguiente, ante el no menos formidable retrato que hizo Ray Milland de un alcohólico furioso para la wilderiana Días sin huella. Es curioso, ahora que sabemos esto, tratar de comparar al padre O’ Malley de ambas películas, ya que son sutilmente diferentes.
En Siguiendo su camino, el sacerdote es más reservado y, sin embargo, en Las campanas de Santa María, Crosby está decididamente más cómodo con su inevitable alzacuellos, su cadencia sacerdotal y su porte de hombre corriente que resulta conocer la Biblia al derecho y al revés. Canta –como siempre- con ese estilo de barítono crooner, rico en inflexión y sin esfuerzo, capaz de transformar villancicos consagrados en estándares pop. Por su parte, la interpretación de Ingrid Bergman –una de las más grandes actrices de la historia- destaca porque le da la capacidad de romper los límites de género, como se ha subrayado antes, y devenir así una persona que salvaguarda firmemente aquello en lo que cree. No está dispuesta, en absoluto, a doblegarse ante nadie. Sus ingeniosas réplicas, siempre que la desafían, van más allá del guion, porque la forma de hablar de Bergman siempre pone a su interlocutor en su sitio. Corrige a cualquiera que se exceda, pero se asegura de no hacerlo de forma autoritaria, sino como un ser humano moral. Además, no permite que el género o la profesión de su personaje le impidieran exhibir pasiones que idealmente habrían sido del interés de un hombre de la época, como la sutileza que Bergman da a su personaje cada vez que tiene la oportunidad de insinuar, discretamente, su amor por el béisbol.
Por otra parte, uno de los puntos de inflexión de la película se produce, también con ambos en escena, durante la antedicha canción tradicional sueca, que la hermana Mary canta al piano con las monjas reunidas a su alrededor. O’ Malley se siente atraído por la melodía de su soprano. Se acerca al círculo y McCarey filma la secuencia desde el punto de vista del sacerdote. Es una de las composiciones más ingeniosas de esta película de encuadres clásicos, en la que dos hábitos negros se unen en primer plano para formar una suerte de V, con el rostro de la Hermana Mary en el centro, como si se tratase de un camafeo. Es una imagen devocional, pero no se trata de un salmo religioso, sino de una canción de amor. Sus ojos están sombreados hacia abajo mientras desgrana la letra[4]Letra que más o menos se traduce así: «Las brisas primaverales susurran y acarician a las parejas enamoradas; los arroyos corren, pero no son tan veloces como mi corazón»..
Al final de la canción, baja la voz. Pero levanta la cabeza y por fin ve a O’ Malley, lo que hace que su voz suba por la escala, de nuevo, hasta alcanzar su nota más alta, que restalla en sonrisas. Al reconocer la mirada de O’ Malley, sabemos ya que la relación entre los dos ha mutado. Sus miradas recíprocas se intensifican cuando llega la noticia de que Mary va a ser trasladada a otro convento del Oeste. Lo ordena su médico, pues ella padece de tuberculosis, pero O’ Malley tiene que fingir que ha sido decisión suya. Esta traición a su confianza desencadena su cambio de lo secular a lo espiritual, de la canción popular a la oración. Recordemos que la música es una de las claves que definen y comprenden la obra de McCarey. Gracias a ella se nos ofrece una forma aún más substancial de percibir que sus películas, tal como apuntaba antes, más que encadenar grandes momentos digresivos, son un todo unificado y sutil. No debería sorprendernos, pues McCarey fue un compositor frustrado, conocido por acudir al plató, con frecuencia, a tocar el piano, y por confesar sin reparos que era, además de un director, en el fondo, un músico.
Porque hay aquí una fuerte visión cristiana y moral del mundo en un contexto católico, con Dios y su voluntad en el centro de las vidas de los personajes principales y algunos de los mejores ejemplos de oración seria en una película, como aquella –hoy sabemos que se trata de una de las más inmensas del Cine- en la que Bergman, no sin buenas razones para la amargura, antes de partir, se arrodilla en la capilla, con su mirada dirigiéndose hacia arriba mientras reza entre lágrimas: Borra, Señor, la amargura que hay en mi corazón. Por favor, ayúdame a ver tu santa voluntad en todas las cosas. Este es un lenguaje de Sagrada Escritura, otro reconocimiento de la presencia de Dios en una película que, por otra parte, se ocupa, y no poco, de lo físico. Al pasar junto a O’ Malley a las puertas del convento, su mirada es inquebrantable, mientras busca algún destello de arrepentimiento en su rostro. Pero no hay ninguno. Empero, cuando está a punto de marcharse, su plegaria es escuchada. O’ Malley la llama y le cuenta la verdad.
La Hermana Mary cierra los ojos en éxtasis y una sonrisa radiante ilumina su rostro. Se limita a decir: Gracias, padre. Me ha hecho usted muy feliz. Se sostienen con la mirada, sin separarse. Por primera vez sus miradas son iguales. Esta catártica escena final es lo más parecido a una declaración de amor. Aquí, y a modo de anécdota, conviene reseñar la broma que Ingrid Bergman, consciente de la tensión que parecía existir entre el sacerdote de Crosby y su propio personaje, planeó para el último día de rodaje. En una de las últimas tomas, rodeó con sus brazos a un atónito Crosby y le besó apasionadamente en los labios. Según cuentan los cronistas de la época, uno de los sacerdotes presentes en el plató vociferó que esa escena no podía utilizarse. Es cierto que McCarey no lo hizo, pero me consta que este negativo perdido puede haberse convertido en algo tan buscado como el montaje original de El cuarto mandamiento (Orson Welles, 1942).
Verdaderamente, en una época en la que el arte en general, y el cinematográfico en particular, no parece abocado a hacer mucho más por su público que agredirlo o anestesiarlo colectivamente con su tormenta de controversias e intemperancias varias, una película como Las campanas de Santa María sobresale como compacto bastión de otro tiempo, admirable y bienintencionada pieza de loa católica en un país que padece, todavía hoy, el pesimista desenfreno de sus credos mayoritarios. Con su ritmo suave y sólidamente dirigida por McCarey –que termina por convertir cada uno de los estelares planos en magia pictórica-, esta es una película plagada de secuencias fundamentales como aquella –que es probable no olvide ningún espectador- en la que un grupo de niños entusiastas representan una obra de teatro sobre la Navidad. Obra que improvisan, abriéndose paso a trompicones a través de la historia del nacimiento de Jesús y terminando con un cuadro de pastores que empuñan palos de golf. McCarey declaró que fue la escena más difícil que tuvo que dirigir, pero está claro que el esfuerzo mereció la pena, habida cuenta de que esa franqueza y sinceridad que destila uno no esperaría encontrarla en una producción de Hollywood tan aparentemente bruñida.
Ciertas personas todavía confiamos en que el mundo defendido y ensalzado por McCarey –cuyo cartel se aprecia, no sólo en una escena de ¡Qué bello es vivir!, sino, años más tarde, en una secuencia de El Padrino (no por azar dirigidas, ambas, por dos italoamericanos católicos como Capra y Coppola)- es aquel que la gran mayoría querría, en verdad, que fuese: un lugar idílico que, en apariencia, como la propia parroquia de Santa María, se desmorona, pero que terminan por apuntalar la bondad y la misericordia, al eliminar el rencor y el sufrimiento y hacer brotar la sonrisa y la regocijo donde antes reinaban la tristeza y el pesimismo. Toquemos, entonces, sigamos haciéndolo, las campanas que aún pueden tañer, como cantaba un célebre bardo de Montreal. Será difícil, créanme, encontrar alguna película más reconfortante y virtuosa que ésta.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Primera adaptación de Mujercitas, el clásico inmortal de Louisa May Alcott. |
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↑2 | Inspirada, por cierto, en una tía del propio McCarey, que pertenecía a la hollywoodiense parroquia del Inmaculado Corazón de María |
↑3 | Fuera de aquí, el mundo es del más fuerte. / Y así va el mundo, padre. / Sí, no demasiado bien, a veces el hombre tiene que luchar para abrirse paso. / ¿Y no cree que sería preferible que el hombre supiera pensar? |
↑4 | Letra que más o menos se traduce así: «Las brisas primaverales susurran y acarician a las parejas enamoradas; los arroyos corren, pero no son tan veloces como mi corazón». |