Me despertó un agradable rayo de sol en la cara, pero enseguida sentí el vértigo del vacío entre las manos. Aun así logré levantarme, escoger ropa diferente a la del día anterior y esquivar el cajón cerrado con llave. Mi madre desayunaba en la cocina: la vi muy envejecida. No me había fijado en que ya no se teñía las canas, sin embargo rejuveneció al sonreír cuando comprobó que mi decisión era firme y comenté que la tostada, con esa mermelada de naranja, estaba exquisita. Me aseguró que era la de todos los días. Aluciné.
Salí de casa sintiéndome desamparado, desnudo, indefenso, sin saber qué hacer con los brazos ni dónde posar los ojos. Apenas reconocía los colores de mi barrio. Había pájaros que cantaban, el aire olía a flores, la gente me saludaba y yo apenas recordaba quiénes eran. La inercia arrastró mis pies hacia el instituto. Vi a Rosi caminando delante de mí, aislada con sus auriculares, así que corrí hacia ella para explicarle todo. Me miró furiosa: no me perdonaría jamás haber sido ignorada durante quince horas. Por un instante tuve el loco deseo de arrebatarle el móvil: para que me escuchara, para contarle los motivos, lo del rayo de sol, lo de mi madre y la mermelada, lo de los pájaros, el aire, el barrio y los vecinos…o tal vez para pedirle que me dejara echar un vistazo a mis redes. Me sobrepuse. Ella siguió su camino con la vista en la pantalla tecleando, seguramente, un mensaje superficial a sus amigas sobre mi desfachatez.
Entonces divisé a Lucía, esa chica rarita que ni siquiera estaba en el grupo de WhatsApp de clase. Leía un libro en un banco del jardincillo. Supuse que estaría esperando que se acercara la hora de entrar para no tener que coincidir con nadie en la puerta. Me sorprendió que me hiciera señas cuando se percató de que estaba solo. Me senté a su lado y empezó a hablarme con un tono sereno y palabras auténticas que de algún modo calmaron mi ansiedad. No podía dejar de mirar su boca. Nunca hubiera imaginado que unos labios y una voz pudieran ser tan deseables.