El día que todo cambió hubiera podido ser como cualquier otro, tantos años de espera habían desdibujado mi destino y mis fuerzas. Sabía que, si no llegaba a tiempo y me encerraba en el baño, los golpes irían achicando fuerza a medida que el alcohol avanzara por las venas de mi padre, entumeciendo sus pocas razones y su mucha furia. Pero aquella vez estaba mamá; me vio ovillado sobre las baldosas y se puso a llorar. Imploraba por mi vida y entonces el letargo desapareció. Se me hinchó la lengua hasta topar con el paladar, un latido de sangre alertó mis oídos y sentí cómo engranaba el rotor de división de mis células. Cuando los lamentos se volvieron llantina, mi cuerpo comenzó a desenroscarse, se me engarabitaron los puños, se me descolgó el belfo. Al fin se producía en mí el esperado despertar de los genes. Me alcé del suelo como un titán recién estrenado. Tenía un volumen soberbio, una envergadura descomunal. Me acerqué a mamá, la agarré de los hombros y estampé su cabeza contra la pared para que se callara.
En un segundo plano, reflejado en el espejo, vi terror en los ojos de papá.