La casa era luminosa, la cama sin hacer, las sábanas naranjas desgastadas. La cómoda, la mesita de noche, todo repleto de cosas, de pequeñas cositas polvo. Una cortina hecha jirones, un sillón delante de la ventana del balcón y esos cactus con forma de pene flácido que en huida por los barrotes buscaban algún remedio para su muerte lenta.
En la casa siempre había gente, mucha gente, litros de cerveza, porros, papeles por todas partes, muebles viejos, suciedad.
En ese tiempo aprendió palabras como interseccionalidad, rizoma, expresiones del tipo caza de brujas, sistema-mundo, esa jerga le provocaba una auténtica fascinación.
Rafa la subió en sus rodillas como si fuera una niña pequeña y empezó a hacer el caballito. Ella se sintió especial. A él no parecía importarle, le gustaba que otro la tocara con esa ligereza.
Se encargaba de recoger, de comprar la cerveza, de ir a por algo de comida, todas esas cosas la hacían sentirse bien. Ella los cuidaba. Aunque no se dieran cuenta los cuidaba.
Follaban todo el tiempo. Se metían en la habitación con la puerta cerrada, los demás entendían y ellos follaban sobre la sábana naranja, descontrolados, sudorosos; después él salía y seguían discutiendo sobre el tema que tocara. Ella se lavaba y se sentaba al final del salón a escucharlos embobada, aturdida, incapaz de decir palabra.
Nunca quería volver a casa, coger el autobús, alejarse cientos de kilómetros. Pero él le decía que ya era hora, que tenía que marcharse, y sin queja abandonaba la habitación de la sábana naranja, la silla del final del salón, esos largos pasillos repletos de libros y archivadores, de bichitos.
Sin conciencia del trayecto llegaba a su ciudad y llamaba para preguntar cuándo podría volver. Él siempre escueto le decía que ya la avisaría. Y llegaba el tiempo de la espera, la pesadez de los calendarios, el desánimo.
Un día la invitó mucho antes de lo habitual. Estaba eufórica, solo habían pasado dos semanas desde la última vez, no cabía en sí. Para hacer el viaje más liviano le pidió prestado el coche a una amiga. Se sentía tan perturbada que en dos ocasiones pensó que no lo contaba.
Cuando llegó había otra chica. Saludó como de costumbre y se dirigió a su silla. Empezó a inquietarse, llevaba más de media hora allí y parecía como si no existiera. Desde su posición intentaba que él la mirara, que le diera una señal que le indicase que todo estaba bien, pero no había manera.
Empezó a sangrar, la regla le vino de sopetón. Se quedó paralizada, no podía hacer nada mientras notaba cómo un hilito de sangre con coágulos resbalaba por su muslo. La regla, además de haber llegado sin avisar, estaba desbocada.
La otra chica se dio cuenta, sonrió, mientras ella seguía allí totalmente inmóvil.
Él la cogió de la mano y la llevó al cuarto de baño, la desnudó mecánicamente, abrió el grifo de la bañera y la lavó; después, caminando hacia la puerta, dijo que se fuera. Ella no quería entender.
Se sentó en el wáter con unas bragas limpias y lloró a moco tendido, pensaba que él volvería a decirle que lo sentía. Pero eso no sucedió. De vuelta al salón comenzaron las súplicas. Le decía que lo estaba leyendo todo, que solo necesitaba un poco más de tiempo, pero que no se había equivocado al elegirla. Gritó con voz rota.
Se deshizo de ella mientras los demás veían cómo se le iba la cordura. Se puso delante la tomó del brazo y fue tirando de su cuerpo hasta la puerta. Abrió y la dejó en el descansillo, al lado de la escalera. Cerró delicadamente, no la miró.
Durmió en el coche las siguientes tres noches. Durante el día rondaba su casa, se ponía debajo del balcón de los cactus polla y silbaba, silbaba sin parar, con la esperanza de que se asomara y la dejara volver. Dos veces intuyó una sombra, pero nadie salió a la ventana, nadie preguntó por ella, nadie volvió a saber.