Viendo Spotlight uno se remonta, de manera automática, a una pantalla de televisión, como si en una sucesión temporal imposible, series como Lou Grant, Sports Night, El ala oeste de la casa blanca, se reencarnaran en la película de Thomas McCarthy y ésta se transformara en un episodio más de cualquiera de ellas. Es una película de periodistas que refleja un suceso real que, año tras año, debería conmover alguna conciencia poderosa para atajar los, periódicos y constantes, abusos sexuales que se cometen en el seno de los representantes de la iglesia católica con los menores de su entorno.
Es McCarthy un director que puede presumir de no haber hecho todavía un producto deficiente, tres películas y tres éxitos como director, éste último el más comercial, pero no superior ni inferior a sus anteriores The agent station y The visitor, guionista incluso, no sólo de sus películas, sino de aquella delicia animada de Pixar, Up. McCarthy huye del escándalo gratuito, de la representación del horror, de la narración escabrosa de toda una sucesión de infamias encubiertas por la jerarquía. No necesitamos conocer los detalles, McCarthy nos abruma con los datos, los mismos datos que van abrumando a los propios periodistas mientras los van recopilando, esos que nos revelan que todavía existe connivencia de tal entidad que resulta fácil, muy fácil, ocultar la verdad con archivos secretos.
Cuando el cine norteamericano decide criticar a su sociedad, a su sistema liberal e individualista, consigue cotas de cine político difícilmente superables. Spotlight es cine político, como lo es The big short, político para hurgar en las heridas putrefactas de un sistema que se ofrece externamente perfecto y estético, pero en cuyas aguas profundas surcan elementos que no le diferencian de regímenes corruptos por origen. La democracia no garantiza que el sistema sea democrático, ni que los derechos estén protegidos de la rapiña, al revés, exige esfuerzo, tiempo y dinero conseguir que el sistema no se pervierta, y obviamente, no se consigue. Aquí es el abuso sexual a menores en el seno de la iglesia católica en Boston, en otras la mentira de la guerra de Irak, o la confabulación para asesinar a Bin Laden, o el origen de los talibanes afganos gracias a los gobiernos de Washington, la gran estafa que se ha consentido desde las élites políticas en el mundo financiero… hay enormes posibilidades de sentir rechazo al sistema norteamericano, pero también hay que reconocer que, cuando tienen libertad, su prensa es envidiable. Basta con ver alguna rueda de prensa a las que se somete cualquier político estadounidense y cómo no aceptan una respuesta evasiva o una comparecencia sin preguntas.
Cuando Marty Baron (Liev Schreiber) aterriza como responsable de la redacción del periódico The Boston Globe, y descubre la existencia de una sección dedicada al periodismo de investigación de casos especialmente importantes, la spotlight del título, ajeno a las connivencias de una ciudad de provincias, poco preocupado por su vida personal, ajeno a las presiones de gente conocida y cercana; en definitiva, lleno de independencia para decidir, la revelación de unos hechos denunciados y convenientemente silenciados, que afectan a un cura pederasta, activa su olfato periodístico para desentrañar si se trata de un caso aislado o existe, realmente, toda una red de curas pederastas y pedófilos a los que la propia iglesia protege y cambia de parroquia para que sigan perpetuando su actividad nada pastoral.
Que la investigación culminara con la revelación de hasta 90 sacerdotes implicados en estas prácticas en la diócesis católica de Boston, hechos que eran conocidos por el cardenal, por sus obispos, por jueces, abogados, policías, políticos y hasta por el propio periódico que después lo investigó años después, no es sino reflejo de un trabajo hecho en libertad y con el amparo del medio que te paga, dispuesto a llegar hasta el final sin miedo a las represalias y al ambiente de hostilidad que puede producirse. Esa libertad que ahora echamos en falta en la inmensa mayoría de medios generalistas españoles, falta de libertad para la que no es necesario coartar la labor de los periodistas de manera directa, sino que se consigue colocando a las personas convenientes en los puestos de decisión, o contratando a colaboradores dispuestos a repetir consignas hora tras hora, día tras día, y a sostener una cosa y la contraria en función de los intereses políticos que tratan de salvaguardar, huir de la información para confundirla con la opinión, justo lo contrario de periodistas como Baron, Rezendes, Robby Robinson.
La película se aborda desde el más absoluto clasicismo de imágenes y encuadres. Estamos ante un pasado cercano que se advierte en ropas y vehículos, apenas 15 años nos contemplan y todo ha cambiado en la estética. Incluso estos periodistas de la insistencia parecen sacados de otra década más alejada, usan libretas, no llevan portátiles ni iphones, se mueven entre archivos y papeles, los abogados tienen los despachos atestados de expedientes, los juzgados parecen sacados de las oficinas de los hermanos Coen en El gran salto. Todo es añejo, menos la historia, una historia que cíclicamente se reproduce, y a la vista están los títulos finales y la rápida sucesión de ciudades en las que han ocurrido hechos similares con muy pocas consecuencias penales, menos aún en un país como EEUU donde el dinero, y la iglesia católica tiene mucho, puede hacer callar las acciones penales. McCarthy consigue reflejar perfectamente la ansiedad y la paciencia, la ansiedad de los reporteros que han conseguido el documento definitivo y quieren publicar a toda costa antes de perder la exclusiva, y la paciencia de quien tiene cuentas con el pasado y no quiere solamente acreditar un caso de connivencia, sino llegar lo más cerca posible de contar con pruebas de esos 90 casos con más de 1000 víctimas.
Valorar el daño que se puede hacer revelando la verdad, asumir que la fe es una cuestión muy frágil que actos como estos pueden fulminar, diferenciar las responsabilidades, oir a las víctimas y darles la credibilidad negada durante décadas, recuperar a los que no lo soportaron y pusieron fin a su vida, desenmascarar a quienes en despachos juegan con la sensibilidad y la vida de los demás amparándose en siglos de tradición y oscurantismo… todo esto son cosas que, gracias al guión e imágenes de McCarthy, la música de Howard Shore, la fotografía de Masanobu Takayanagi y la interpretación solvente y ajustada de Michael Keaton, Mark Ruffalo, Rachel McAdams, Liev Schreiber, Billy Crudup, John Slattery o Stanley Tucci se consiguen plenamente. Una gran muestra de cine político, no hay mucho más que decir, ni que exigir. Hay que ver y removerse en el asiento tomando conciencia de cuánto se nos oculta y con cuánto se nos engaña.