Quisiste dejarla fuera pero fue inútil. Le cerraste puertas y ventanas pero atravesó las paredes y se quedó a vivir contigo.
Ella se reclina en el sofá y espera paciente tu regreso. Percibe tus pasos, sabe que te acercas. Tú también sabes que te encontrarás con ella en cuanto abras la puerta. Giras la llave, empujas y allí está como cada tarde, como cada noche, como cada amanecer, como siempre, esperándote, acogiéndote en su seno frío que tú detestas, eternamente fiel, tuya, y de tantos otros, y de tantas otras.
Te sigue hasta el último rincón, se ducha contigo, cena contigo, se acuesta contigo y sueñas con ella, se levanta contigo y contigo desayuna. Pretende acompañarte al salir de casa pero tú ya has aprendido a negárselo, a mantenerla recluida lejos de tu trabajo, de tus amigos, de tu diversión, aunque al final del día tu destino sea convivir con ella, porque es paciente y espera tu regreso reclinada en el sofá para acogerte en su seno frío que tú detestas.
La toleras porque es el único remedio. Ella te sigue, te acecha, quiere poseerte y rendirte a su voluntad, apoderarse de ti, hacerte suya para siempre. Te resistes, la repudias. Mil veces le has pedido que te deje, que se vaya, que te abandone, que tú no eres para ella pero es tozuda, persistente, inaccesible al desaliento. A veces la ignoras porque te has acostumbrado a su molesta presencia aunque en el fondo sabes que sigue estando ahí. Busca tu debilidad y cuando bajas la guardia te asalta y te conquista, hasta que la vuelves a expulsar unos milímetros más allá de la frontera de tu piel suave y la miras de frente, a los ojos, y al ver los tuyos se desconcierta y se desvanece aunque sea un instante.
Porque ella no sabe con cuánta fuerza te aferras a la esperanza. Un día, él entrará por la puerta y ella, vencida, hará inmediatamente su maleta inexistente y se marchará. Tú, apoyada en el quicio, sonreirás victoriosa mientras le dedicas las palabras que tanto tiempo llevas queriendo pronunciar: «adiós para siempre, SOLEDAD».