Era un pueblo pequeño, imperceptible en el mapa del condado de Somerset, ahogado de cielos grises y días cortos. Por las calles los chiquillos jugaban en cámara lenta gritándose unos a otros en silencio. Sus madres se levantaban cada mañana de una cama enorme y fría, vistiéndose de un luto desteñido e invisible. Reanudaban sus tareas pensativamente: una sembrando con James, otra preparando el desayuno con Bill. George se escondía entre las sábanas que Helen aireaba con desgana y varias ordeñaban a sus animales con Irving y Kevin, o bajaban a la fuente con Mike o Scott. Pero cada atardecer todas se reunían en una misma casa, apiñándose en una sola habitación, siempre preparadas para llorar. La voz sonaba armónica y animosa, desentonando con la concurrencia casi fantasmal, y tras el parte de guerra, divulgaba, de un modo más solemne, la lista de bajas.
Muy de vez en cuando el aparato le gemía a alguna el motivo para no volver.