Esa noche fuimos a las cuevas, cogimos el bus, era su cumpleaños y había invitado a otras amigas. Nos vimos en la parada, nadie conocía a nadie, nos había congregado para celebrar y decirnos adiós hasta después del verano. Nos llevó a la terraza de esa cueva tan bonita donde cantaban a la luna nueva. No recuerdo casi ningún nombre ni cuantos éramos, pero había una pareja en sus inicios y un tal Antonio con el que hablé mucho y bien, nos reímos. Yo me pedí una limonada con hierbabuena que estaba tan amarga que casi no pude terminar.
Recuerdo con detalle el camino del bus hasta la cueva: las escaleras, ese caminito estrecho a oscuras, un grupo de personas andando entre la penumbra con las linternas de los móviles alumbrando el suelo; y la ciudad abajo. Las luces de la ciudad tan abajo que apenas se distinguían; y yo con esos pinchazos y las tetas que me iban a explotar, que me iban a explotar de hormonas, pero con ganas de celebrar un poco, de salir de la rutina de la casa. Anticipaba un verano solitario así que cualquier plan era bienvenido, era un pequeño regalo antes de que el calor y la canícula nos atrapara en su largo letargo, antes de la oscuridad para mantener la casa fresca, de los ventiladores y el asfalto echando fuego, antes de los memes de Córdoba distinguiendo entre verano e infierno.
A eso de las dos de la mañana nos dijeron que ya era hora de desalojar la terraza. La fiesta de la luna nueva de julio había terminado y los más rezagados volvimos en peregrinación hacia las lucecitas de abajo, cada cual a su refugio; eso sí, con el corazón un poco más lleno de madrugada y del frescor de las alturas. La bajada fue animada, se contaban unos a otros los planes para el verano, la posibilidad de subir al cine otro día que coincidiéramos las que nos quedábamos. Mi amiga estaba exuberante, coqueta, claramente enamorada, aunque no estaba segura de si era Antonio el objeto de su deseo o un chico francés que se había ido un rato antes. Al llegar a casa, a eso de las tres de la madrugada, mi vientre seguía hinchado como una pelota, aunque estaba un poco menos triste y con menos miedo al verano.
Entonces pasó lo que tenía que pasar, nadie lo vio venir, pero ahí estaba ese ruido atronador como de tormenta, pero sin serlo. Un ruido que lo invadía todo y retumbaba por dentro, como una vibración que no te deja, un acúfeno que resuena en la planta de los pies, en el antebrazo, en lo más profundo de la cabeza. Qué miedo da lo que no se puede explicar. El ruido empezó esa noche de luna nueva de julio en todas partes al mismo tiempo. En mi calle, en mi barrio la poca gente que seguía allí salió a la ventana con esa cara de asombro y de susto que se te pone cuando no sabes qué se hace en momentos donde acontece lo inesperado, en situaciones que quedan fuera de la experiencia. Una voz a lo lejos preguntaba “¿lo escucháis?, ¿también lo escucháis?”, voces indistintas replicaron “síes” o “claro, gilipollas” o “me está dando una ataque de ansiedad”…
La gente hablando encima del ruido, a través del ruido, probando a hacerse entender de balcón a balcón. No lo soportaba, no soportaba el desquicie, el intentar descifrar esa sinfonía de voces que acrecentaban la explosión sonora. El miedo se contagia a una velocidad demencial así que bajé las persianas, apagué las luces, agarré los cascos de obra que compré cuando levantaron la calle para meter cables y yo tenía mucho trabajo y no podía, así que compré esos cascos que se ponen los obreros cuando hunden sus máquinas en el asfalto y lo hacen estallar o lo horadan y destrozan las calles. Me sumergí en el ruido.
Al día siguiente, la cabeza me iba a estallar y tenía las orejas rojas como bombillas por la presión de los cascos. No hacía tanto tiempo de lo de la pandemia así que seguíamos siendo voluntades flojas, domadas. De nuevo un mundo entero atendiendo a la vez al comunicado de turno, sin sorprendernos ya por ver a la plana mayor del ejército junto al presidente del gobierno, otra vez pálido y titubeante. Otra vez intentando dar explicación a lo que parecía no tenerla. Pobre presidente, pensé, cuando lo vi en esa rueda de prensa incierta, puro déjà vú, proyectando la voz como un actor de teatro clásico porque el ruido estaba en todas partes, pensé, otro marronaco, otra vez haciendo a tientas, otra vez aquí como si eso fuera la vida: una pausa entre colapsos.
Esperé, esperé ocho días de ruido. Hice lo propio, hablar con la gente querida, asegurarnos de que estábamos más o menos, aprovisionar los estantes, yoga, leer, ver películas. A todo se acostumbra una y a todo el cerebro que busca los recovecos para vivir con lo que venga.
Pero a los ocho días no pude aguantar más y me fui. Saltándome todas las recomendaciones, cogí el coche bien equipado: sombrillas, sillas, nevera, máscara de hacer snorkel y me bajé al mar. Algo me decía, muy fuerte, que debajo del agua encontraría tranquilidad, que ese ruido que no dejaba paso al propio murmullo atronador de mis pensamientos aflojaría al sumergir la cabeza.
Al llegar me di cuenta que unas cincuenta o sesenta personas habían pensado lo mismo que yo. Unos cincuenta o sesenta tubos de buceo de todos los colores y calidades sobresalían a lo largo de la playa, ni una cabeza fuera ni un niñe gritando en la arena ni una señora plantada en la orilla con su silla. La imagen era más apocalíptica que el propio ruido; cabecitas respirando por un tubo debajo del agua. Además de perturbadora la escena era pura poesía. Cuántas de esas personas se estarían sonriendo al comprobar que allí el mundo era silencioso y tranquilo, cuántos amantes olvidando por un momento el caos del afuera, cuánta cara compungida por tener que verse en esa situación. Dejarse sumergir en un paisaje plagado de vida acuática, marina. ¿Por qué allí había silencio?
No pude resistirme a mi propia voluntad que tiraba fuerte de mí, a pesar de la belleza de esa imagen corrí a quitarme la ropa y a enfundarme la máscara talla s/m del Decathlon, dispuesta a sumergirme en ese mar de buceadores y buceadoras del que, sin duda, quería ser parte como si mi presencia fuera la última pieza de un puzle que conforma una comunidad perfecta de gente que supo antes que nadie cuál era el lugar más seguro para escapar del ruido cósmico.