Son raras las ocasiones en que la vida te guiña un ojo y estás mirando.
Esta primera frase del libro supone una auténtica declaración de intenciones, ya que desde estas palabras de inicio la autora nos envuelve en una atmósfera intimista, reflexiva, concentrada, que va a delimitar el ambiente de un viaje hacia el corazón mismo de las emociones humanas.
El protagonista de esta historia, Carlos, es un arquitecto de 43 años que conoce el éxito económico y el reconocimiento profesional, pero no la satisfacción de sentirse realizado ni la alegría de vivir de aquello que a uno le hace realmente feliz.
Nuestro primer contacto con él tiene lugar en un lugar inhóspito: un bosque solitario de Tossa de Mar, por el que va vagando sin un rumbo fijo… hasta que cae por un acantilado. La muerte le es esquiva, y ése es su primer golpe de suerte en una noche en la que todo podía haber salido mal. El segundo tiene lugar cuando, malherido y conmocionado, llega a una casa aislada y, a pesar de lo inquietante de su aspecto, la mujer que vive en ella le abre la puerta y se ocupa de él.
Ella es Carla, una persona excéntrica y dicotómica desde su misma esencia vital: es dermatóloga y pintora.
El encuentro entre estos dos personajes, ambos solitarios, contradictorios y con un pasado que les pesa, es tan delicioso como tan plagado está de interrogantes. ¿Cómo puede ser que hayan coincidido dos personas tan compatibles, a pesar de sus múltiples diferencias? ¿Estaban destinados a conocerse? ¿Fue el accidente de Carlos la pieza de dominó que algún ente divino empujó para provocar una reacción en cadena?
Porque a lo largo de los siete días que abarca el libro (de lunes a domingo) van a ponerse sobre la mesa una serie de casualidades, o coincidencias, o… quizá ni lo uno ni lo otro.
Y es que el motivo por el cual Carla acabó esa casa aislada fue que, tras la muerte de su padre, sintió la necesidad de pintar un cuadro del cual sólo tenía el título: “El rostro del tiempo”. Y ese título es el mismo que el de un libro que encontró en una librería y que le pidió a gritos que se lo llevase… Y ahora, leyéndolo junto a Carlos, ambos están de acuerdo en que las palabras de El rostro del tiempo, tan profundas, tan transcendentales, tan emotivas… describen exactamente cómo se están sintiendo ellos en ese preciso instante. ¿Casualidad? ¿Coincidencia? ¿Destino?
No podía dejar de pensar en ella. En cómo hablaba del tiempo, de las cosas en las que creía profundamente: que a veces pasan años vacíos, que no significan nada, y en otras ocasiones un instante de plenitud, el tiempo de un abrazo, puede ser una vida entera casi, y justificarla. La vida como sucesión de hechos, de experiencias, no de años. Un lugar en el que estar, no un camino marcado cronológicamente hasta la muerte. Eso me gustaba de ella, era mi parte preferida de su locura. Que fuera capaz de ser excéntrica. Y no porque su comportamiento fuera extraño, sino porque volvía natural lo diferente, y no lo ocultaba.
Imma Turbau nos invita a un viaje introspectivo, lleno de agudas reflexiones sobre uno de nuestros mayores enemigos: el tiempo. ¿O quizá no es un enemigo, si sabemos cómo tratarlo, si intentamos respetar su naturaleza y comprenderlo?
Carla y Carlos nos abren la puerta de sus corazones, y así nos muestran su vulnerabilidad, sus ansias de amar y ser amados, sus frustraciones, sus anhelos, sus esperanzas, sus miedos, sus traumas, sus recuerdos. Su historia de amor puede parecer típica en la forma (chico conoce a chica, se enamora, siente dudas, trata de poner sus ideas en claro, se aleja para coger perspectiva, vuelve a acercarse para darse una oportunidad de ser feliz), pero su contenido es pura introspección, pura catarsis personal, y se sigue con la motivación de ahondar en la psique de unos personajes cuyas concatenaciones mentales pueden parecerse peligrosamente a las nuestras.
La tormenta interna de Carlos, un hombre maduro que ha pasado la vida con el piloto automático encendido, sin pararse a coger aire, es el punto de partida de un relato con el que identificarse es fácil, porque todos hemos sentido en algún momento que nuestra existencia quizá no llevaba el rumbo que nos gustaría. Todos nos hemos quedado embobados repasando nuestras malas decisiones, los momentos en los que podíamos haber sido más valientes, las situaciones en las que deberíamos habernos arriesgado. Todos nos hemos sentido esclavos del tiempo, de ese ente supremo que nos iguala con su paso inexorable y su dirección inequívoca hacia el final de la vida. Todos hemos deseado encontrar a alguien con quien poder quitarnos esa máscara que tantas veces utilizamos porque nos hace sentir más seguros, menos expuestos; con quien quitárnosla, lanzarla lejos y poder ser nosotros mismos, con nuestros pensamientos desordenados pero llenos de sentido, con nuestras locuras ocultas, con nuestras ideas descabelladas y nuestros sueños nacidos desde las entrañas. Todos nos hemos enamorado… y quien no lo haya hecho… siempre está a tiempo.
Título: El rostro del tiempo |
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