Era tal su felicidad cuando nos reencontrábamos cada verano en nuestro campamento que nunca me atreví a confesarle la verdad: que yo no tragaba fuego porque descendiera de dragones, que la barba de mi tía era falsa, que mi padre realmente no cortaba a mi madre en pedazos para después recomponerla, que la momia de loro azteca era una paloma disecada y el argonauta de la vitrina una curiosa especie de pulpo y no un héroe de la antigüedad castigado por los dioses. Pero aquella tarde decidí sincerarme por fin.
La desilusión mitigó el brillo de sus ojos y yo me sentí pequeño y vulgar. Traté de hacer brotar su risa de cascabel con los viejos trucos de materializar el as de corazones rebuscando en su escote y rescatar una paloma blanca perdida bajo su falda, pero ella se sacudió las monedas de las orejas, y dio una patada a la ristra de pañuelos de colores que me había sacado de la boca antes de besarla. Me miró como si le hubiera arrebatado la alegría de vivir.
Me acusó de tomarla por una ingenua y, muy ofendida, desplegó unas alas irisadas que yo no le había visto jamás y echó a volar hacia el interior del bosque dejándome boquiabierto.
