Todo recuerdo participa en mayor o menor grado de la nostalgia, aunque sea simplemente por una vivencia del tiempo que se construye sobre la idea de pasado.
Estábamos en Portugal: tiendas, bares, el puerto y una pasarela de madera.
48 horas antes nos habían roto una de las ventanillas del coche, mientras dormíamos en la playa . El coche arriba. Abajo la playa, hacía viento, era precioso.
Nos avisaron: «¡coche de matrícula española, coche de matrícula española!», gritaba la gente. Voces distorsionadas, la incomodidad de dormir en la playa de arena. El agua helada, hacía un par de horas que había amanecido. ¿De quién era la tienda de campaña que llevábamos? La noche anterior habíamos dormido en el parking de un centro comercial, seis noches antes en un camping, todavía en España. Llevábamos casi dos meses sin vernos y en algún momento pensábamos irnos a vivir a Cuba.
Cuando entendimos que la matrícula era la nuestra, subimos a toda prisa. Ventanilla rota. Cosas desperdigadas por todos lados. Habíamos dejado todas nuestras cosas en el coche. Solo faltaba la cafetera, el resto de enseres logramos mal que bien recuperarlos, tampoco eran tantos. Puede que ni siquiera se llevaran la cafetera, puede que simplemente no la viéramos, se perdió. Pero a mí me gusta pensar que quien fuera que nos hiciera esa faena tuvo a bien dejar la cámara de fotos, el mp3, nuestro querido camping-gas, de la marca campingasz, nuestra flamante parrilla para asar sardinas… y, sin embargo, cogiera la cafetera decrépita: culo quemado, goma agonizante, mango mermado.
¿Cuánto tiempo llevábamos viajando? En el bar del camping, seis noches antes, había descubierto que en realidad nunca iríamos a Cuba, que tú acababas de llegar pero que nuestra convivencia iba a ser corta, supe que pasarían muchos años hasta que volviéramos a vernos, y que estaba bien que así fuera, porque es difícil convivir con una idea en perpetua contradicción sobre cómo deben ser las relaciones
Después de dejar el coche en un taller encontramos a una mujer que nos alojó en su casa-pensión, cedió ante nuestros cuerpos y nuestras súplicas, y rompió las reglas de las dos noches, dos camas pequeñas separadas, ¿las juntamos?, no sé, pero veo con nitidez el bordado de flores pequeñitas de la colcha, también veo la ducha. Había mucha gente en el pueblo, comimos en mi primer sitio de: «come todo lo que puedas por X euros» , (agua con gas, por favor). Al día siguiente el coche estaba listo pero nuestros ánimos ya no tanto, yo ya sabía y tú intuías que lo había descubierto. Así que comenzamos el regreso a la primera de las casas donde viviríamos algunos meses sin más compañía que la nuestra.
Pero antes o en algún momento, paramos en ese pueblo con puerto y centro comercial, la pasarela de madera, las tiendas de recuerdos, no sé dónde era ni cuánto tiempo pasamos allí, pero tengo la certeza de que ahí se produjo el instante que se quedaría grabado, no era el saber del camping, sino el fogonazo que hace que vuelva a mí esa sensación tan nítida de nuestro encuentro y nuestro final; conciencia de relámpago, era la certeza de lo que vendría y era sobre todo la conciencia de vivir en un recuerdo que ya jamás se iba a marchar. Como la mano vieja que despide al primer novio en el jardín de la casa de La Inmortalidad de Kundera, un gesto sin tiempo.
Unos años después junto a mis compañeras de La Madeja publicamos el número dedicado a Amores; yo no pensé en ti ni en nuestro breve e inconstante tiempo juntos, pensé en el desamor y en la nostalgia, en el dolor y la fuerza de la posesión, en el miedo a la lucidez cuando sabiendo los herrajes de la estructura ocultas los desenlaces y te aferras a un modelo de encuentro caduco; pensé en lo injusto que es no poder parar el mecanismo que hace que solo proyectándote en un otro muy concreto te veas.
Ahora en este 2020 que recién comienza recupero las palabras de Alejandra Pizarnik que encuentro con recurrencia en las redes sociales y a las que me sumo en estos primeros días de nuevos propósitos para un año que inaugura convulsiones.
«Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado ponerme buena y no buscar lo imposible sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo».
[…] Revisitando en versión 3.0 el concepto de amor neoplatónico […]