
A partir de los años cincuenta, es innegable que la novela norteamericana está también gobernada por la narrativa judía. Es la época en que aparecen Salinger, Bellow, Joseph Heller, Philip Roth, E. L. Doctorow y, entre otros, Bernard Malamud. También es el tiempo del auge del psicoanálisis fundido con Borges, de la soledad exhibida en prosa. Un cuadro, en definitiva, de nihilismo atroz donde la existencia humana se torna difícil y supera los postulados del polaco Bashevis Singer y padre, a su manera, de la cultura hebrea en las letras norteamericanas. La moral yiddish se enfrenta ahora a un marco realista, donde héroes desorientados como Moses Herzog, Portnoy o el Yossarian de Catch-22.
Con Los Inquilinos (The Tenants, 1971), su sexta novela, Bernard Malamud (1914-1986) corría un cierto riesgo, al escribir un libro sobre dos escritores atrapados en un edificio declarado en ruinas, en los baldíos urbanos de una Norteamérica plagada de conflictos. Su necesidad de dramatizar en dicha ficción el choque entre raza e individuo, entre determinación y creación, parecía urgirle a causa de los acontecimientos y la transformación política de finales de los sesenta en Estados Unidos. La urgencia es evidente tanto al reducir el políticamente vasto conflicto a su mínima esencia (dos escritores —un afroamericano y un judío— una mujer, un edificio vacío y un manuscrito destruido), así como en su consecuente rechazo, tal vez incluso voluntaria incapacidad, a proporcionar una resolución a las tensiones del libro.
The Tenants está lleno de discordia, confusión y preguntas sin respuesta, y todo parece conducirnos, sin aparente remedio, a una eventual desintegración narrativa que corresponde, de forma estrecha, a la ruptura del orden y el civismo que el libro representa. Ausentes están la suave armonía narrativa y la memoria pacífica; pero muy presente la inmediatez dolorosa de un mundo en el que los escritores simplemente no pueden engendrar sus obras. Existe una extensa lista de títulos acerca de la imposibilidad de escribir, pero la obra infinita de Bernard Malamud es bien diferente a este respecto. Hablamos de un libro que ausculta, con detenimiento, la imposibilidad de la escritura en un mundo en ruinas, simbolizado por la casa que ambos habitan. Al mismo tiempo, se reafirma en la necesidad de la literatura como un modo de compromiso humano con el mundo, por insoportable que este pueda ser. Hölderlin nos diría: «¿Para qué poetas en tiempos de miseria?».
El conflicto político interno de Malamud —pues todos los conflictos políticos son, en verdad, siempre conflictos internos— se materializa en estos dos personajes principales: Lesser, el escritor judío, que lleva diez años escribiendo el mismo libro sobre amor, y Willie, el escritor afroamericano, que quiere escribir un libro negro y que tiene una gran animadversión hacia los blancos, judíos en particular. Quizás se le pueda reprochar a Malamud haber sucumbido a los modelos raciales y culturales dominantes de la época: Lesser es llamado constantemente el escritor mientras que Willie es siempre el negro.
También la pasividad de Irene, el personaje femenino que no es más que un conducto entre los hombres, enfureció a las feministas de entonces, que ni siquiera se detuvieron un segundo a pensar que ella es, como advierte Cándido Pérez Gállego, «la verdadera literatura, el auténtico motivo de vivir»[1]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. «Novela judía», en Cándido Perez Gállego, Felix Martín y Leopoldo Mateo (eds.). 1986. Literatura Norteamericana Actual. Madrid: Cátedra, p. 58. Queda pues, patente y pese a las escasamente fundadas críticas, que Malamud, con el instinto de todo gran escritor, persigue el conflicto, lucha por mostrarnos su dificultad. Por lo tanto, el propio nombre de Lesser indica que se trata de un escritor menor, mientras que Willie está fuertemente marcado por su voluntad indomable. Malamud sueña con la existencia de una solidaridad entre escritores —nada más alejado de la realidad, pues si hay una comunidad cainita es esa—, esto es, una situación en la que escritores de todos los credos y colores puedan verse sobre todo a sí mismos como lo que son, precisamente como escritores.
La primera vez que ambos se encuentran, Lesser contempla a Willie escribir durante un rato y lo primero que le dice es: «yo también soy escritor»[2]MALAMUD, Bernard. 1976. The Tenants. London: Penguin, p. 28 (todas las traducciones son nuestras). Al mismo tiempo, le resulta evidente que ningún escritor —particularmente un escritor blanco no demasiado privilegiado— se puede excluir a sí mismo de un mundo que se basa fundamentalmente en injusticias y en la subsiguiente ira que surge de tal situación. Después de haber leído uno de los muchos bosquejos del libro de Willie, reflexiona en voz alta: «El libro de Willie ha emocionado a Lesser. Por dos razones: el tema conmovedor y la penosa sensación de que Willie aún no domina el oficio»[3]Ibíd., p. 54. «Dios mío –continúa- por lo que ha pasado este hombre. ¿Qué puedo decirle a alguien que ha padecido tanto dolor, tanta injusticia, y que es obvio encuentra en la escritura su esperanza y su salvación, que tanto se define a sí mismo de esa forma»[4]Ibíd., p. 54. Pero luego pasa a hacer una crítica de la obra de Willie, con un sentido del deber propio de un escritor: «Y si Lesser esconde la verdad, entonces es un falsario. Y si lo es, ¿cómo puede seguir él escribiendo?»[5]Ibíd., p. 55.
Si The Tenants marca un punto de inflexión en la historia de las letras americanas, es porque supone, además, el auge de la política identitaria en la literatura y su relación con la pérdida de confianza en la posibilidad del arte puro. La grandeza de Malamud reside en el hecho de que es a la vez capaz de lamentarse por el fin del arte humanista puro y de reconocer la inevitabilidad de las transformaciones sociales que lo han hecho insostenible. Es en esta brecha entre el pasado y el futuro —en el edificio ruinoso cuya demolición permitirá la construcción de uno nuevo— donde la batalla entre Lesser y Willie se lleva a cabo. Es este agujero contemporáneo del infierno que consume, precisamente, a lo no escrito. A lo que está silente, sin letra ni palabras: el libro inacabado de Lesser y la novela no escrita de Willie.
La de la escritura y su dificultad es una cuestión inherente a la obra de Malamud. Por ejemplo, The Magic Barrel (El Barril Mágico, 1958, editada en España por Seix Barral) está llena de manuscritos que desaparecen, y en The Tenants lo que atormenta a Lesser es la desaparición de su propio manuscrito. El conflicto de los inquilinos no sólo es político, sino también profundamente personal, simboliza —así lo ha visto Ihab Hassan— el yo bloqueado[6]HASSAN, Ihab. 1973. Contemporary American Fiction. New York: Frederick Ungar, p. 42. De esa forma, colocar a los dos escritores en ese diálogo, es, para Malamud, dialogar consigo mismo, con el yo en permanente oclusión. Sin duda se trata de un diálogo intenso, irresoluble y, en última instancia, violento, entre Lesser y Willie. El escritor y el hombre, el blanco y el negro, el pasado y el futuro, la existencia e inexistencia (esta última, entre Malamud y Malamud).
Ambos escritores, condenados a dañarse uno al otro, a sí mismos y al resto, dan muestra del feroz extremo al que llega Malamud. Probablemente nunca fue tan lejos, si bien gobierna el dolor con un humor sutil, con conciencia redentora y sobre todo, con la compasión que se extiende a todas sus obras, más allá de los márgenes asignados de la existencia, aunque menesterosa. Queda pues Malamud, satírico y amargo, retratado como un escritor de primera categoría y una voz de permanente actualidad que debemos salvar del olvido.
Título: Los Inquilinos |
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Referencias
↑1 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. «Novela judía», en Cándido Perez Gállego, Felix Martín y Leopoldo Mateo (eds.). 1986. Literatura Norteamericana Actual. Madrid: Cátedra, p. 58 |
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↑2 | MALAMUD, Bernard. 1976. The Tenants. London: Penguin, p. 28 (todas las traducciones son nuestras) |
↑3, ↑4 | Ibíd., p. 54 |
↑5 | Ibíd., p. 55 |
↑6 | HASSAN, Ihab. 1973. Contemporary American Fiction. New York: Frederick Ungar, p. 42 |