«Crecí junto al mar. Mi padre me levantaba de la cama al amanecer y me hacía acompañarle a la playa. Buscábamos lo que la marea dejase, siempre más generosa cuanto más enfadada. Era como un lenguaje en clave que jamás llegué a entender, aunque siempre sentí que eran recuerdos, historias de lugares lejanos. Papá guardaba palos y cosas que para mí eran trastos inútiles. Una vez encontró un transistor en una caja, pero no pudimos lograr que funcionase. La gente se sorprendería si supiera lo que el mar puede llegar a perder sobre la arena. Yo le ayudaba y recogía mi propio tesoro: un corcho de algún barril del terrible Barbanegra, un fragmento de una las maderas clavadas a Moby Dick, un botón de la casaca pequeña de Gulliver, una caracola en la que se oía el mar de los Sargazos y otras cosas de valor incalculable. A él no le importaba mientras no me distrajese demasiado. Lo que nunca encontré, a pesar de desearlo enormemente, fue una botella con mensaje.
Hoy vivo lejos de la costa. Mi padre murió. Pero he vuelto a iniciar una colección: tengo un balazo de arma fallida, una semilla de soñador y acabo de recoger un sombrero de mago casi vacío. Siempre me subo al tejado a ver qué ha aparecido después de una tormenta».