Acusa directamente Gitai, señala, y sin necesidad de pistola, en un final ausente de palabras, a quien considera el máximo responsable moral del asesinato de Isaac Rabin el 4 de noviembre de 1995. Finalizados los trabajos de la comisión de investigación creada para saber quiénes, y dónde, habían fallado los servicios de seguridad e inteligencia del estado de Israel, su presidente abandona la sede de la misma atravesando un pasillo donde cuelgan los retratos de los presidentes del país para darse de bruces, al salir a la calle, con toda una serie de carteles electorales de Benjamín Netanyahu. Sin necesidad de sentencias ni discursos, la cámara señala al mayor hipócrita de la historia, el que se ha abrazado a quienes pedían la muerte del presidente, quien no ha recriminado que se le llamara nazi y traidor. Un final con imágenes de archivo es la parte más sobresaliente de una película que no termina de convencer, pero es en ese final donde se encuentra lo demoledor de una realidad que, 20 años más tarde, no se ha enderezado, sino que ha empeorado y se ha extendido hasta hacer del mundo un lugar mucho más peligroso, mucho menos visitable, un mundo en el que el terror se ha ido extendiendo bajo el discurso del odio, el racismo y la violencia religiosa. Unas imágenes que muestran la fortaleza moral de un personaje y, al tiempo, su enorme debilidad y soledad.
Nunca ha sido Gitai un director de los que se escondan, aunque quizás nunca ha puesto nombre y apellidos a los problemas reales y a los magnificados de Israel. Bajo la doctrina de «cuanto peor, mejor», muchos líderes políticos mundiales han ido creando y manteniendo sus esferas de poder, equivocados en la certidumbre de que el terror que generaban no iba a sobrepasar las fronteras físicas de los países a destruir, y cuando esa respuesta violenta ya no se ha podido contener, nos hemos dado cuenta de que la guerra contra el terror lo que ha provocado es mucho más terror, nos ha traído a las puertas de casa lo que antes solo eran noticias de países lejanos. En el origen del problema entre Israel y Palestina se encuentran muchos de los males de la sociedad occidental contemporánea, la ceguera absoluta para solventar un problema sin crear otro, u otros. Y cuando dos políticos intentaron abrir nuevas vías para conseguir una coexistencia de dos estados, reponer parcialmente fronteras y territorios a un momento previo a las guerras de 1967 y 1973, Rabin y Arafat, desde el interior de Israel la unión interesada de integrismo religioso (en este caso judío), colonos asentados que veían el acuerdo de paz de Oslo como una amenaza para sus propiedades situadas en lugares de donde habían sido expulsados sus verdaderos propietarios palestinos, y el Likud como partido de derecha nacionalista ansioso de recuperar el poder, provocó una ola de odio, violencia y amenaza hacia el partido del gobierno y sus máximos exponentes, Rabin y Peres, que desembocaron en el asesinato del primero.
Este último día es una recreación de lo que fue el momento del atentado, la asistencia posterior al moribundo presidente, las declaraciones ante la comisión de investigación y los interrogatorios policiales al asesino confeso del político que optó por el diálogo por primera vez en la historia de unas relaciones de vecindad turbulentas y mortales, y también lo que debieron ser los debates internos en los grupos integristas judíos para sembrar un caldo de cultivo favorable a la desaparición de quien se consideró como un enemigo de Israel.
A esa recreación se le van intercalando imágenes reales de archivo, tanto del mítin previo al asesinato, las reacciones posteriores, pero, y lo que es más relevante e importante, las actuaciones previas a ese momento de los líderes religiosos y de la derecha más combativa de Israel, y como suele pasar, las hemerotecas no mienten, cada uno dice lo que dice y suele ser esclavo de palabras y silencios, aunque estemos acostumbrados a que nadie tenga que pagar por sus excesos verbales, ni tan siquiera en las urnas. De la conocida frase emitida en el parlamento español, «ha traicionado la memoria de los muertos», a las expresiones de gente como Netanyahu, Sharon, sobre pancartas en las que se pide directamente la muerte de Rabin, hay un pequeño paso, un pequeño matiz, pero, en el fondo no hay más que la reproducción del todo vale para atacar al político contrario, incluso tildarle de nazi, insulto que en un país como Israel, donde todavía viven personas que sobrevivieron al genocidio alemán, representa la mayor de las infamias y de las mentiras. Un juego hipócrita para castigar al adversario que, sin medida, termina prendiendo la mecha de la violencia. Si al componente político, se le une el componente religioso, que no reconoce la ley civil, que se rige por mandatos de hace más de 20 siglos, incuestionables e inmutables, en los que sólo se piensa para la minoría que se representa y no se acepta que haya muchos israelíes opuestos a regirse por la Torá, es fácil presumir que cualquier fanático pueda empuñar un arma y creerse un liberador de un país que no se lo ha pedido.
Afortunadamente abandona pronto Gitai la senda paranoica de un plan paraestatal para acabar con Rabin. La idea de la conspiración se apunta, pero carente de pruebas, Gitai opta por mostrar cómo el discurso previo al atentado alentaba esa salida violenta. Señala los fallos evidentes en seguridad y la falta de previsión, la improvisación en una situación impensable en un momento en el que, descartado el atentado árabe, es posible que nadie creyera realmente en la posibilidad de que la amenaza surgiera del interior del propio Israel. Y sin embargo. la película no me funciona, no hay buena conexión entre las imágenes de archivo y las recreaciones, los interrogatorios y declaraciones se hacen largos, pesados, previsibles. Los interrogadores aparecen subjetivos, sin neutralidad en su comportamiento, los fanáticos demasiado fanáticos, y de manera imagino que deliberada, Gitai hurta la voz a los políticos.Respecto a estos se ciñe al mensaje televisivo, al mítin de campaña, al mensaje hipócrita de manifestaciones y concentraciones contrarias al proceso de paz, mientras que rememora los verdaderos discursos de Rabin y solamente concede la palabra, al inicio de la película, al verdadero Simon Peres. Esa desazón que debería transmitir la película como ejemplo de una oportunidad perdida y demolida desde el seno mismo del propio estado que la buscaba, no termina de transmitirse, no se desprende un ritmo subyugante en un relato que tendría que serlo aunque sólo fuera por empatía.
En la dicotomía de hacer una ficción o un documental, Gitai termina quedándose en tierra de nadie, dejando claro que no hay reproche alguno que hacer a Rabin y su propósito, el argumento del resto de la película es demasiado lineal, demasiado manido, formalmente poco atractivo, a lo que se une su duración superior a las dos horas y media. Viendo el documental uno piensa en lo que podría haber llegado a ser, alejado el estilo de propagandistas como Stone o Moore, sin embargo Gitai no controla el pulso ni insufla emoción a su cine. Es Gitai, normalmente, un director más valiente que su propio cine, aquí lo vuelve a demostrar, nos enseña los males de su país, el odio que genera la religión omnipresente y el uso interesado de la misma para conseguir el poder, y sin embargo, la trascendencia de la propuesta no se extiende a sus imágenes. Una lástima.
Ficha técnica