Beatriz la lombriz se partía de la risa cada vez que pasaba junto al árbol de la morera. Colgada de una ramita, bocabajo, vivía una oruga atrapada dentro de un capullo de seda.
—¿Qué haces ahí metido, gusanito? —le gritaba Beatriz desde la hojarasca—. ¡Sal ahora mismo a jugar conmigo, no seas muermo! Venga, vamos a la orilla del río, ya verás qué diver.
—No puedo —se lamentaba la oruga—. De momento soy una crisálida, todavía no me he desarrollado del todo. Pronto me convertiré en una mariposa de alegres colores y volaré muy alto y viajaré a lugares exóticos. Pero hay que tener paciencia, eso dice mi madre.
—Nunca había oído tantas tonterías seguidas. —Beatriz la lombriz era un poco puñetera—. A ver, ¿y qué sitios son esos? Cuenta, cuenta, que estoy deseando escucharlo —decía en tono burlón.
Y así, a costa de la pobre crisálida, se divertía Beatriz la lombriz cada día.
Hasta que una tarde, mientras emprendía el camino de vuelta a la orilla, unas enormes botas de goma se pararon junto a ella y unos dedos peludos la sujetaron y la metieron en un cestito de mimbre, donde permaneció toda la noche amontonada junto a otras lombrices. A la mañana siguiente, un gancho atado a un sedal atravesó su cuerpecito y mientras era lanzada por los aires en dirección al río, lo último que escuchó Beatriz la lombriz fueron las carcajadas de una mariposa de alegres colores que aleteaba a su lado.