Cuando me encuentro desolado salgo a pasear por las calles de mi barrio, para ver reflejadas en ellas mis tristezas y alegrías. Supongo que, desde arriba, no habrá apenas diferencia entre el mapa de mis pasos y el que traza un ratón que avanza oculto entre los accidentes de las aceras, entre las luces y sombras de los contenedores, en busca de alimento para su alma animal. Él siempre encuentra comida, pues todo le vale. Pero a mí sólo una cosa me consuela: las casas. Las casas de mis vecinos, los mismos que veo en el parque, en la biblioteca, en la frutería. No se trata de casas gloriosas, preciosas o majestuosas (¿por qué habrían de serlo si no lo son nuestras vidas?). En realidad son casas que han existido desde siempre y que siempre existirán. Desde un punto de vista sociológico, son las casas de ancianos que la generación de sus nietos no puede comprar. En mi pueblo se cuentan por centenas: las hay en cada calle, asomando en cada esquina; abandonadas algunas, rehabilitadas otras, en venta y decrépitas la mayoría. Son casas de uno o dos pisos, horizontales, sólidas, para las que la vejez —la suya o la nuestra— no supuso jamás riesgo o dificultad.
Éstas son las casas que busco. De ellas me conmueve sobre todo una cosa: el modo en que la precariedad hizo una ofrenda a la belleza. Quien sepa observar verá que no hay excepción a esta norma. En todas estas casas late un deseo de belleza, pero también la clara conciencia de los medios tan escasos con los que contamos para integrarla en nuestras vidas. Mas siempre, en algún rincón, en algún marco, en algún remate, emerge el gusto de ese humilde arquitecto o constructor que quiso poner ese azulejo de más, ese pequeño escudo, ese motivo floral, en el mejor de los casos esa elegante torreta que asoma del piso de arriba, con sus tejas bien dispuestas, sin uso conocido excepto el de atraer el cuello de quien desde la calle la mira, o de ofrecer un panorama más amplio a aquél que, de vez en cuando, subía las escaleras de su vida desolada para asomarse a ella desde otra perspectiva.
Verdaderamente, esas torres me fascinan. Algunas de ellas llevaron asociados, en su día, un palomar. Hoy, abandonadas, las palomas son los únicos seres que las habitan. En esas torres aprecio una elevación que nada tiene que envidiar a las catedrales de Chartres o Notre-Dame. A diferencia de ellas, es la suya una elevación que no busca distanciarse, ni plegarse, ni ponerse al servicio de nada que no sea la vida de quienes las ocupan. Es una belleza realista, de andar por casa, de dos pisos, humana, que se apropia del trabajo, del barro y de la piedra; es una belleza horizontal, que no da la espalda a la pobreza, la vejez, la enfermedad; que no se separa del suelo ni de nuestras huellas. En todas estas casas veo el verso al final del día, el talento que no se deja sepultar por la injusticia, las risas de los hombres y mujeres en la plaza del pueblo, las casas de palos que los niños fabrican, el amor carnal cuando nos visita; la labor de un dios menor que corona, con la arcilla de tu cuerpo, una sonrisa.