Cuando los últimos veraneantes decidían marcharse, entre todos les ayudábamos a hacer las maletas y a cargarlas en las bacas de los coches, si era necesario.
Nos abrazábamos a ellos y salíamos a despedirlos a la nacional, diciéndoles adiós con la mano, hasta que desaparecían en el horizonte.
Entonces, nos quitábamos esas absurdas camisetas hawaianas, recogíamos las conchas y
los cangrejos, desmontábamos los castillos, desinflábamos las palmeras, enrollábamos la arena de la playa como si fuese una alfombra, tapábamos el mar con una lona, apagábamos el sol y colgábamos el cartel de cerrado por vacaciones a la entrada del pueblo.
Me ha encantado, Ernesto. El final sublime!!
Besicos muchos.