John Falstaff, en Henry IV[1]SHAKESPEARE, William. 1980. Complete Works. London: Penguin (todas las traducciones son nuestras), es el símbolo de la gracia desorientada y las conductas goliardescas. Será el príncipe Henry quien haga su más acertada descripción de él: «Bien veo que te enmiendas, en vida: del rezo al robo» (I.ii.114-15). Y Falstaff, a su vez, hace una defensa de sí mismo, exaltando la hipocresía y la doblez, sin el menor aplomo: «Es mi vocación, Hal, y no hay pecado en el hombre que según ella se rige» (I.ii.116-17).
Shakespeare. El inventor de lo humano, metafísico del cinismo y la vanidad.
De súbito, Falstaff se aleja, y con él, lo que de este personaje amábamos: su fanfarronería, su espontaneidad pueril y sobre todo, la absoluta falta de sentido y necesidad de poder. Ante nuestros ojos, ya sin él, el escenario se agolpa con personajes tan inteligentes como maníacos. Megalómanos que adolecen de una característica fundamental para poder manejar las riendas: la honestidad intelectual. Esa capacidad de escuchar la propia voz interior, la voz de la conciencia, la que advierte cuando uno se equivoca u obra mal, o sencillamente exagera.
Su autor nos hace galantear con él. El diálogo y la semiótica, propios del bardo, nos confinan a esa paradoja que encierra amar lo miserable. Shakespeare se encontró con la tragedia. Empieza la parodia del orden decadente y de la mal entendida justicia del momento. Italia decae y como en Julius Caesar, la sangrienta puñalada de Bruto no soluciona el problema de la tiranía. Antonio, que había permanecido fiel al tan malmirado César, se encuentra con la conjura de los necios. Él quiere expresarse abiertamente pero no puede, porque, qué ironía, el recién nacido régimen de Bruto y Casio lo amordaza. Qué maravilloso parlamento la del seguro, aunque indefenso, Antonio: «¿Parecía César ambicioso? / Cuando los pobres se quejaban, él lloraba; / la ambición debe estar hecha de un material más rudo. / Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, / y Bruto es un hombre honorable. / Todos vosotros visteis cómo, en las Lupercales, / le ofrecí tres veces una corona real, / corona que por tres veces rechazó. / ¿Es eso ambición? / Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, / y Bruto es un hombre honorable. / No hablo aquí en desaprobación suya, / pero os contaré lo que sé» (III.ii.96-107).
Compárese con la hipocresía que encierra el discurso en el que Bruto lanza igualmente preguntas, mientras les explica a los romanos que ha matado a César en nombre de la libertad: Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra / César, le diré: «No porque amase a César menos, sino porque amaba más a Roma. / ¿Preferiríais que César viviera y muriesen todos los esclavos a que esté / muerto César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, le / lloro; porque fue afortunado, le celebro; como valiente, le honro; / pero por ambicioso, hube de matarle» (III.ii.22-30).
Es evidente que, cuando se trata de dramas históricos, Shakespeare procura ofrecer una investigación de las trágicas contradicciones entre fines y medios para quien, llevado por supuestos ideales de libertad y de igualdad, decide o es obligado a recurrir a la violencia.
Mihnea Gheorghiu apunta, por ello, que «las cosas ya no podían pasar como en Plutarco, donde los buenos eliminaban y cambiaban a los malos […] Podía suceder algo peor, como lo habían probado los asesinos de César, que habían desorganizado por completo el Estado»[2]GHEORGHIU, Mihnea. 1971. Escenas de la vida de Shakespeare. Madrid: Editora Nacional, p. 215.
La función prosigue su marcha.
Macbeth ha caído pasto de su esposa que, como en la mayor parte de personajes femeninos shakesperianos, se exalta como espejo de sublimación y satisfacción del protagonista masculino y, sólo sucesivamente, del hombre de Gobierno.
«Lo que mal empieza, con el mal se fortalece» (III.ii.56-57), nos es dicho. La sociedad inglesa está destrozada por los conflictos de interés al final de la Guerra de las Rosas, entre los Lancaster y los York. Ha aparecido la metáfora ejemplar de otros infinitos núcleos sociales -no importa si pequeños o grandes, pasados, presentes o futuros- en los que la ambición, la intriga, el miedo, la incertidumbre, la sospecha, la traición y la mentira acompañan inevitablemente la lucha por la conquista y el mantenimiento del poder.
En este mundo, que los selectos regidores han colocado en una suerte de cueva platónica, poblada de sombras y velos, no hay descanso y no se duerme porque nadie se puede permitir tampoco por un instante bajar el guardia. Desde el principio nos es claro que interiormente todos están contra todo, y aun así intiman. Sin embargo, exteriormente, cada cosa aparece hilada bajo perfecto control. Y el odio y la desconfianza están contenidos y disimulados. Nos hallamos frente a una sociedad cuya íntima esencia podría reconducir iconográficamente al universo de los monstruos del Bosco o de Bacon, y que sin embargo nos aparece formalmente impecable.
Pero todo está destinado a degenerar.
Miremos por un momento a Ricardo III: actor, estratega, fabulador, genio de la mentira vendida como verdad, manipulador tan hábil que hace parecer altruistas las más aviesas y egoístas maquinaciones, y capaz de devolverle a la ventaja hasta las circunstancias más desfavorables. El Rey habla, comunica, declara. Y su palabra se hace acción inmediata. Primero complacido espectador de él mismo, mas también asombrado de sus histriónicas interpretaciones. Ricardo quema el tiempo y a nadie se lo concede para pensar.
El actor y su público son el enfoque y el objetivo que encuadran sus acciones: es el pensamiento que actúa en el momento mismo en que se manifiesta. A los otros no les queda salvo sucumbir a su maldad: «Ya que ser amado no es posible, ni tampoco entretener tan agradables días, he dispuesto ser un villano» (I.i.28-30).
Las tragedias de Shakespeare, en medio de la etapa jacobita, muestran aquello a lo que ha llevado la conciencia de las contradicciones, el temor del futuro. Si la comedia de ese tiempo se nutre sarcásticamente de los vicios humanos, la tragedia acentúa su carga de desesperación en la soledad de sus héroes. Llega el invierno de nuestro descontento.
Algunos de los protagonistas de las tragedias shakesperianas derivan de Plutarco, pero el bardo de Stratford pone en evidencia la pieza de ajedrez que hace tiranicida al inconsciente artífice del triunfo de la tiranía: esa que deja al Bruto de Julius Caesar como un déspota más; o la que les deja a dos amantes el suicidio como única vía de escape (Antony and Cleopatra), o la que arruina al mismo Coriolano cuando éste se erige en salvador de la patria. La tragedia colectiva de estos dramas pasa, con idéntica mirada de morality, a las tragedias “personales”.
En Hamlet es la incertidumbre de una suerte, la laceración entre contrastantes impulsos psicológicos y la propia historia cultural; la inacción de Hamlet recoge la angustia que acompaña el tránsito de una época. En Othello estalla la pasión, los vicios y virtudes que en el extremo del bien y el mal se eliden. En esta tragedia de los grandes sentimientos, los vencedores son sólo los que sobreviven, jamás los mediocres: «Hablad de mí tal como soy; nada atenuéis, pero tampoco agravéis culpa por mi malicia. Si obráis así, estaréis hablando de un hombre que no amó con cordura, sino demasiado bien. Uno al que, aunque cauto primero en el recelo, le arrastró su locura» (V.ii.342-44).
Título: Obras Completas (Tomo I( |
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[…] International Pictures, se sostiene, medio siglo después, como una adaptación duradera de la tragedia de Shakespeare, en la que la labor de Charlton Heston –no sólo uno de los mejores actores de la historia del […]
[…] International Pictures, se sostiene, medio siglo después, como una adaptación duradera de la tragedia de Shakespeare, en la que la labor de Charlton Heston –no sólo uno de los mejores actores de la historia del […]