Texto colaborativo elaborado entre las componentes de la sección feminismos de esta casa. La ciencia ficción, como todo, será feminista o no será.
To resist in place is to make oneself into a shape that cannot so easily be appropiadted by a capitalist value system.
Lo había visto el día anterior en el telediario, colas de turistas para poder reservar un pequeño trocito de playa. Aun así, sombrilla en mano se precipitó a una calle desierta. Sabía que nadie madrugaría tanto.
Cuando llegó, todo estaba perfecto, justo como lo había planeado: estaba absolutamente sola en la playa, kilómetros y kilómetros de arena y horizonte sólo para ella. Empezó a caminar buscando el lugar perfecto para pasar el día. Notaba algo extraño en la playa, algo ligeramente diferente. Quizás se debiera a que había madrugado tanto que, efectivamente, no había ni una sola persona alrededor. Sin embargo, no podía evitar la sensación de encontrarse en un lugar distinto al de los otros días. Incluso llegó a preguntarse si no se trataba de un sueño, de esos que se sienten tan reales que tienen la capacidad de confundirnos. A cada paso que daba, esa sensación de extrañeza lo iba acaparando todo, al punto que ya era incapaz de disfrutar esa soledad que tanto había añorado, que la había llevado a madrugar para escapar de los otros turistas. ¿Sería este el mal del turista? Siempre intentando escapar de la masa, en busca de una experiencia particular, pero una vez conseguida esa soledad, la inquietud se convertía, poco a poco, en la única experiencia posible.
El extrañamiento no es inquietud, se decía a sí misma para tranquilizarse. Es tan sólo la preparación para mirar mejor las cosas, es la antesala del descubrimiento, el umbral de la experiencia que había venido buscando. Quería dejarse sorprender por los pequeños acontecimientos: la arena brillando en su piel, el sonido de las olas y su cadencia, la constancia de las vuelvepiedras en su búsqueda de alimento. Había leído que estas aves limícolas tenían hábitos solitarios, salvo para alimentarse y para migrar. Quizás ella era como una vuelvepiedras, esperando encontrar en el limo cotidiano la piedra perfecta, aquella que por debajo escondiera el alimento que hace tanto tiempo buscaba, piedra tras piedra, día tras día, con una constancia que por momentos se parecía demasiado a una rutinaria resignación, a una coreografía desencantada a la espera del hallazgo.
Pensando en la búsqueda que no da fruto cogió su tela preferida, esa que con tanto mimo había preparado, la que guardaba para las ocasiones especiales, esos momentos que se regalaba a sí misma, y la deslizó por el viento hasta que cayó en la suave arena. Se sentó frente al mar, torneando su cuerpo, sintiendo en su piel esa textura tan suave y cálida. Agudizó el oído, tanto, que pudo saborear las olas en su paladar. Y, sin apartar la mirada del horizonte, se recreó en esa idea de extrañeza del inicio.
Lo primero que se preguntó fue, ¿Qué otra cosa más importante estaría haciendo el resto del mundo, en ese preciso instante, para perderse el magnífico espectáculo de la naturaleza que tenía frente a sí? Una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo al pensar que ella misma podría ser la que estuviera faltando a un evento único en la vida. El mal del turista volvió a aparecer junto con la sensación de extrañamiento.
En seguida se recordó a sí misma que ella había salido, como una de estas aves que aparecía de tanto en tanto en la panorámica de su visión, en busca de esto, de esta soledad, de esta nada que todo lo abarca. Y de repente lo comprendió, se produjo un ensamblaje entre ideas que cuadraban a la perfección, generándole una sensación de plena satisfacción mental.
Esa rareza que producía el paisaje vacío de humanos era la libertad y el deseo de disfrutar de una acción en sí misma, sin esperar que rindiera, que produjera, que fuera eficaz, que valiera para algo, sin necesidad de documentarlo para el mundo. Por eso al principio sentía extrañeza dentro de sí, porque esta era la primera vez que veía una parte del mundo por sí misma, y no a través de la pantalla selectiva de otra persona.
Rodando por sus mejillas, saladas y cálidas, le llegaban a la comisura de los labios sus propias lágrimas. Acababa de comprender qué significaba el Síndrome de Sthendal. Se regocijó en esta sensación de plenitud. Era una epifanía. Del trance salió por un sonido agudo y cortante que venía de la lejanía. Giró el rostro y allí estaban a lo lejos. Otros seres humanos salieron de la nada, la sacaron de su letanía.
Era una situación que la revolvía por dentro, como si un conejo se metiera en la madriguera de un hurón y, al oler las entrañas de la tierra impregnada de otro ser, quisiera sacárselo con las zarpas, escarbar y escarbar hasta que desapareciera aquel hedor que tanto lo ponía en peligro vital.
Así se sentía ella.
Observó cómo poco a poco su soledad iba desapareciendo. Una pareja de ancianos abría la sombrilla y colocaba las hamacas. Se notaba que eran movimientos rutinarios, ¿cuantos años llevarían veraneando en esta misma playa? Convertir las vacaciones en una rutina era algo que nunca entendería. Ella que buscaba siempre lugares nuevos, sitios que descubrir para romper con la monotonía del día a día. Los estuvo observando un rato, como si del comienzo de una película de tratase. El hombre se dirigió al mar a darse el primer baño del día. Ella en cambio cogió una revista de su bolso y sentándose en una de las hamacas empezó a leerla con aire de desgana. ¿Estaría disfrutando de estar allí? No lo parecía, o quizás sí. Puede que sí le gustara esa rutina, seguir ese camino tan predecible. Empezó a pensar en qué vidas tan diferentes tenían. Ambas mujeres, allí sentadas en esa playa, pero a la vez de épocas tan distintas.
Y es que, pensó, lo predecible no dejaba de ser un refugio en calma, un espacio donde asirse después de la tormenta. Se tumbó de nuevo en su esterilla y acarició la arena. Ante lo abrumada que se encontraba después de la dosis diaria de instagram, donde una ajena felicidad obligatoria le recriminaba que vivía en una realidad paralela, ver esta playa era ver la vida desde sus estrías, sus pelos y tristezas.
De este paisaje no haría foto ¿para qué? dos adolescentes colocaron sus toallas cerca de donde estaba mientras una le decía a la otra ¿Hacemos foto o no ha sucedido? Y esa pregunta le resonó varias veces como la clave a todo lo que le recorría el cuerpo.