Hay religiones que sitúan en una semana el plazo que su respectivo dios necesitó para crear todo un universo, semana de días que, para los exégetas de los textos sagrados no puede equiparse a nuestro concepto del tiempo, sino al de una era, lo que hace más razonable y creíble lo que, de por sí, no deja de ser sino un ejercicio de fe indemostrable. Pero aquello que para un dios parece una obra de magnitud inabordable constreñido a seis míseros días, imposible de perfeccionar en tan poco tiempo, para un humano es tiempo suficiente para desvelar sus deseos, mutar sus afectos, demostrar sus infidelidades, asumir los errores o anticipar los siguientes. Cuando Pauline acompaña a su prima, recién divorciada Marion, para pasar unos días de vacaciones de verano en las playas de Normandía, no hay un plan preconcebido de estancia pero si hay, en la adolescente, una necesidad primordial de acercarse a la madurez explorando aquello que se supone consustancial con la transformación del cuerpo y del deseo, una curiosidad innata matizada por una madurez que contrasta con la mutabilidad del adulto, más reposado el sentido de la vida futura en la joven y más irreflexivo y radical en los adultos que la rodean. Esa semana, abruptamente interrumpida cuando las dos mujeres aceptan que prolongar la estancia sólo puede producir un dolor no buscado, es todo un ejemplo de serenidad narrativa, de contar a través de una cámara que se mantiene neutral, los avances y retrocesos de media docena de personas sujetas a sus propias necesidades, disfrazadas de altas reflexiones que quedan en evidencia con sus actos, como si Miravaux hubiera tomado el lugar de Pascal en el relato rohmeriano.
Los tiempos cambian, y los tiempos para llegar al cine se han transformado en apenas poco más de una década de manera absoluta, ni mejor ni peor, pero si más individualista, más alejada del acto social, del compartir la experiencia de asistir a una revelación visual en compañía de otras decenas de personas. El cine de Rohmer ha desaparecido de las pantallas del exhibidor y se ha trasladado al tabernáculo de las filmotecas (donde las haya) o al mercado doméstico. Pasa con Rohmer o con cualquier otro, aunque lo doloroso es intentar acceder a algo que se necesite en un momento determinado y que no exista. «Pauline á la plage» es el ejemplo de esto último, de una película que hace más de quince años vió una edición en DVD que pasó a la categoría de descatalogada aquí y en toda Europa, pese a tratarse de una de las películas más reconocidas del director, y de la que existía una verdadera necesidad de revisarla para comprobar los efectos del paso del tiempo por ella, al menos para aquellos que tuvimos la fortuna de verla cuando se estrenó en aquellas citas anuales con la obra de tantos creadores que han terminado olvidados por desconocimiento. Por eso la iniciativa de la plataforma Filmin tiene tanta importancia transcurrida una generación desde el último intento comercial de acercar la obra de Rohmer al público doméstico. Expulsado todo lo que huele a cine «clásico» de las salas, el acceso se hace así, universal, para todo tipo de espectadores, permitiendo a los más jóvenes acercarse a un director muy fácil de entender pero muy alejado del cánon actual de celeridad en la imagen, aplastamiento sonoro y nulo desarrollo de personajes; al revés, en el cine de Rohmer todo es tan sencillo y creíble que, de simple, olvidamos sus capas superpuestas y sus innumerables preguntas sin respuesta, provocadas por el azar, si, pero sin olvidar que en ese azar entra el deseo humano por obtener lo que se cree necesitar.
«Quien habla demasiado cava su propia tumba» es la frase que da comienzo a la historia, extraída de Chetien de Troyes, y no es menos cierto que se ajusta de manera magistral a lo que la imagen nos transmite, un escenario donde media docena de personajes aparecen incapaces de permanecer mudos, cuya verborrea amenaza con asfixiar el entendimiento y donde, o lo que se dice no se piensa, o lo que se piensa no es lo que se hace, porque en este grupo de personas cuya madurez mental es inversamente proporcional a la edad física que aparentan, seis días permiten conocer la idealización de un amor inexistente que solo puede provocar sufrimiento en Marion (la deslumbrante juventud de Arielle Dombasle, objeto del deseo masculino en el ojo de los personajes que circulan por el cuadro), la pose wertheriana del viejo amigo-novio que imagina, con el reencuentro playero azaroso, una nueva posibilidad de recuperar a quien perdió, adoptando la posición del eterno doliente incapaz de seguir hacia delante, o el hombre sin escrúpulos para quien el verano es la oportunidad de ampliar su catálogo de conquistas o de alternar unas mujeres con otras, a espaldas de ellas o no, según como cada una acepte ser utilizada, engañada o cómplice de la situación. Entre esos adultos, Pauline aprende rápidamente, si es que ya no lo imaginaba, la doblez moral de los humanos, incapaces de reconocer un error, un daño, una decepción, en un camino de enamoramiento, a veces ridículo y en otras sin sentido, extremando cada uno de ellos su pose férrea que les avoca a un vacío doloroso en cuanto reflexionen sobre su presente.
Sin duda en Pauline existe la idealización de un personaje, con la natural inclinación a la experimentación adolescente, pero que no está dispuesta a repetir errores ajenos ni a dejar de explorar por si misma en vez de seguir consejos ajenos de quienes son incapaces de gobernar sus propias vidas con un mínimo de consecuencia en sus actos. El verano aparece así como un intermedio, un momento de relajación absoluta en el que el daño entra en hibernación para dar paso a lo placentero. Plano inicial y plano final se superponen, un vehículo, dos mujeres, una verja y un espacio de descanso y de enamoramientos en todo caso adolescentes, cuyo propio agotamiento permite a las mujeres decidir, cuando la amenaza del mal se agranda, interrumpir la experiencia bajo un pacto de no agresión en el que las dos aceptan aquello que les interesa para afrontar la llegada del otoño como si la experiencia hubiera sido, realmente, formativa y luminosa. En este ir y venir de la casa de veraneo a la playa, de la playa a la casa del amante, apenas hay cambios en los personajes pese a que sus vaivenes sentimentales sean brutales. Cada uno se ha representado una realidad a su medida a la que no se está dispuesto a renunciar, sólo Pauline sigue su hoja de ruta con cierta habilidad impropia de su edad, un camino marcado por una estrategia de revelación que no va a permitir la llegada de un daño que no le corresponde, pero que le va a acercar a la verdadera naturaleza del ser humano cuando sexo y amor se confunden.
El amor, el sexo, la fidelidad, el futuro, lo improbable, la pasión, lo efímero, lo flamboyante, la esperanza enfrentada a lo momentáneo, lo ardiente frente a lo calmado, la libertad y la ataduras autoimpuestas, el primer beso o la primera noche con un nuevo amante. Pauline frente a Marion, Pierre frente a Henri, cuatro personajes absolutamente distintos que configuran todo un catálogo de alternativas amorosas, desde el amor como un sueño, al amor como una hoguera, el amor confundido con el sexo y el amor que necesita conocimiento del otro. El engaño y la mentira en el centro del motor de una historia que, pese a lo intenso de sus emociones, se desenvuelve con una sencillez y claridad a la que no es ajena la luz del sol y la relajación que produce la playa y el mar, como si en estos escenarios nada de lo que ocurre puede marcar para el futuro porque existe un pacto tácito de que, lo que ocurre en vacaciones, se queda en las vacaciones. Es posible que esto sea así para los adultos, acostumbrados a engañar, a seducir, a equivocarse, pero para Pauline este veraneo es el primero en el que ha podido enfrentarse a la realidad de un mundo por descubrir y en el que acaba de entrar, abandonando definitivamente la infancia para hablar, de tú a tú, a los hombres que se le acercan, sin complejo alguno ante la exuberancia de una prima que acapara las miradas, pero es incapaz de gestionar los fracasos y los (auto)engaños. «Convéncete de que es mentira, le dice Dombasle a Langlet, así nos volvemos contentas las dos», muestra evidente de que, en el fondo, a todos nos gusta creernos nuestras propias fantasías y que la realidad no nos las estropee.
Ficha técnica |
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