En una de las pequeñas secciones poéticas en las que Georges Bataille divide Le Petit (El Pequeño, 1943), titulada Un peu plus tard (Un poco más tarde), leemos: «Escribir es buscar la suerte»[1]BATAILLE, Georges. 2004. «Le Petit», en Romans et récits. Paris: Gallimard, p. 367 (todas las traducciones, de ahora en adelante, son mías).
De igual modo, en su habitual estilo enigmático, añade Bataille una nota al pie que parece ampliar ese verso: «Escribir es buscar la suerte, no sólo la del autor, sino la de un anónimo cualquiera. En mi caso, este movimiento violento que me obliga a escribir está […] en la trayectoria de un azar que pertenece al hombre en general. Sin embargo, no puedo decir que la suerte es (ya que puede zafarse, a cada tanto) ni tampoco, exactamente, que la busco. Puedo serla, no buscarla. La suerte humana es una trayectoria viva ya encontrada»[2]Ibíd, p. 1167.
Barthes nos ha dicho antes que Bataille no se compromete a nada, sino que sólo se mueve en una esencia de lo imaginario[3]BARTHES, Roland. 2003. «La metáfora del ojo», en Ensayos Críticos. Barcelona: Seix Barral, p. 326. Hay aquí algo, entonces, fuera de tiempo, en un afuera, que recuerda y prolonga el acto de la escritura como si fuese un acto analítico intemporal, sin demora. Y es sobre esta reflexión de Bataille sobre lo que se escribe (siempre) el comienzo de un nuevo texto. Bataille llama al amor, la muerte y la madre en sus textos. Pero probablemente también al padre y al sexo. Durante mucho tiempo, un goce inoportuno le ha velado la inmensa figura paterna, tan inmensa como ese desfondado cielo azul. Aristóteles queda aquí lejos: es ahora un padre ciego que brama hasta el punto de evocar un sacrificio lejano, que goza seguro, convulso y obsceno, que vuelve en la propia escritura del hijo.
Escribir es este movimiento violento.
¿Qué genealogía, qué agujero en el lugar del lenguaje le hizo yacer en la hoja? El ojo pineal, un ojo abierto de par en par sin una mirada que primero deja un vacío y luego lo substrae de la mirada consternada del hijo. La genealogía de Bataille se parece a una suerte de «pinealogía»: ésta es su versión paterna. Y sin duda se puede leer allí que fue, con este pino, a fornicar por un lado, pero que no pudo abandonar el vínculo matrimonial por el otro: goce especial, por qué no dejar de decirlo. ¿Pero no lo es siempre -cada goce- para el polimorfo perverso?
Bataille llama al padre, a la madre, a las mujeres, al amor, a la muerte, al sexo y a muchas otras cosas en sus textos, pero también a la incomodidad del lector. Este escritor de lo íntimo que no puede, o no quiere, o no es capaz de conservar lo que el escrito le roba y propone al encuentro, es precisamente en la intimidad donde conmueve al lector. Tal vez debería decirse que el ser es tocado. Que la experiencia interior es, a decir de Blanchot, la pura afirmación, el Sí decisivo, la presencia sin nada presente[4]BLANCHOT, Maurice. 1993. El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, p. 338.
Incomodidad, revelación, apelación, interpelación: nunca queda el lector con vanas quimeras de evasión sino que es empujado, incansable y metódicamente, a pronunciarse. Escribir sobre Bataille, creo, no consiste en analizarlo sino en examinar la relación que impone al lector con sus textos: inconformismo del texto y la lectura; por tanto, de las respuestas.
Entrar donde entró Bataille es hacerlo en un transcurso que nos arrastra como el Mailström de Poe. Esto es algo que Blanchot no dejó nunca de señalar: entrar sin demora en Bataille al mismo tiempo que el texto nos atraviesa. Es desde este lugar desde donde se puede hablar de Bataille, de Bataille(s) en plural, de Bataille siempre desplazado, agitando al que lee al escritor a cada momento. De aquí procede la incomodidad, la falta de apoyo que se obtiene del Otro en el incesante pasaje al intertexto. Ningún texto en Bataille es un texto finito; cada uno es varios, y nadie puede escapar a esta pluralidad. Jabès escribe: «Todos los libros responden al preguntar de uno solo»[5]JABÈS, Edmond. 2004. El libro de los márgenes I. Eso sigue su curso. Madrid: Arena Libros, p. 80. Los textos de Bataille, como la vida, permanecen inacabados hasta el momento de la muerte que se escapa e incluso –algo- más allá.
Existe, con él y sólo así, un intermedio. Diremos que el intermedio está, por ello, asegurado. Este es un engranaje entre piel y carne y muchos de los textos de Bataille se deslizan en este intersticio, en este entrelazamiento. Crujidos de puertas, lágrimas carnales, lágrimas de Eros (de dolor) que subvierten el placer, la experiencia interior llevada al límite, sueños de los que no regresar nunca, el placer impuro de una madre cuya existencia real o fantástica es de poca importancia…todo esto está escrito, pero cuando el libro se torna por momentos irresistible, la Historia del Ojo, Mi Madre… o incluso cuando ese batailleano Azul del Cielo -que es también nuestro azul- permanece vacío de Dios, vacío de la mirada, uno podría pensar que tal mirada está, pues, llamada a colmar este vacío.
El Padre, père–verso y ciego, habría plantado su mirada en el azul del cielo para ojear los excesos y requerimientos de su hijo o de su esposa. ¿Quién es, entonces, el Muerto? ¿Quién la Madre, o Sainte, o Julie? ¿Quiénes son Simone y Marcelle? O lo que es lo mismo, ¿dónde se esconden Troppmann-Lord Auch-Pierre-Louis-Dianus-Georges, los demonio(s) todos de esta danza macabra? ¿Y qué pretenden? ¿Qué buscan? ¿Qué está escribiendo Bataille y por qué?
Escribir es buscar la suerte. Nadie podía creer que Bataille quisiera –o no sólo- contarnos su biografía, nadie podía creer que le gustara abismarnos en los detalles del ebrio goce de sus heroínas. ¿Quién sabría qué es lo que entrecruza cada uno de sus textos eróticos o políticos: la guerra o la celebración, el goce o la muerte?
El azul del cielo vacío de Dios, sin estrellas, ese cielo que pertenece a Baudelaire y a Lautréamont, tanto como a Mallarmé o Blanchot, ya no asusta a nadie. Refractaria madriguera de unos ecos que hablan de la mirada fugaz y estática del padre. Un padre que disfruta orinándose y volviendo la mirada para abrir paso a este orbe lechoso. Y ese testículo de un toro emasculado que, en su blancura, asfixiará al padre. El blanco del ojo, pátina seminal, del testículo, reverso de la más ennegrecida culpa. En Bataille (eternamente en batalla, en guerra) está siempre la luz, hasta sobrevenir la ceguera. La ceguera sufrida por el padre, la ceguera del hijo a las verdades ocultas de este padre descubiertas a su muerte, al tiempo de guardar las páginas que le pertenecían e instigado por la madre: obscenidad, obscenidad.
Esto se derrama junto al texto, se vuelca. Qué canje tan antirreligioso: Padre, ¿por qué te abandoné para huir con esta madre, dejándote en manos de una criada? ¿Qué es lo que no sabía de tu dolor? ¿Acaso no escucho desde lejos, desde el sur, tus gritos, bramido de locura y horror? No se nos permitió dar media vuelta. El odio de una mujer, ahora más terrible que el de un hombre: entre la hiena y la loba, entre la depredadora y la guardiana. El amor hasta la muerte y, sin embargo, lo prohibido y lo transgredido. Amor hasta la muerte, el de esta Laure, Colette. Tan frágil, empero, el de Hansi, que hace gritar a Edwarda, que conoce el secreto, que aplaca los dolos del sexo.
Podríamos creer en una exploración infantil de las incógnitas del sexo, en la impudicia de cada desnudo, si no se nos condujese, de inmediato, a los espacios oscuros, pesados, húmedos y herméticos de los burdeles. En la carne en su más absoluta obscenidad, pero también su atracción, porque la obscenidad se separa de la pornografía cuando, en el brillo de las noches interminables, el libertinaje lo mancha todo con sangre derramada. Estos excesos depresivos de Bataille forjan su experiencia interior cuando, al borde del límite, el éxtasis lo domina y deleita.
Pero, a menudo, lo arrebata también, de igual manera, para arrastrarlo a la guarida de la angustia y las lágrimas, abandonándolo sin fuerza en las manos de los desamparados después de que ha despedido a Dios y al catolicismo: «Hoy veo claramente que la angustia les está unida. No pude comprender en su momento que un viaje del que yo había esperado mucho sólo me había proporcionado malestar, que todo me había sido hostil, seres y cosas, pero sobre todo los hombres […] al mismo tiempo que una realidad segura de sí y malévola. Es por haber escapado un instante, a favor de una soledad precaria, a tanta pobreza, por lo que percibí la ternura de los árboles mojados, la desgarradora extrañeza de su paso: recuerdo que, en el fondo del coche, me había abandonado, estaba ausente, amablemente alegre, dulce, absorbía suavemente las cosas»[6]BATAILLE, Georges. 2019. L’expérience intérieure. Paris: Gallimard, pp. 131-132.
Sacra conversatione.
La angustia no concibe el infinito y entonces llega el alivio: furioso asentimiento a la vida, al mundo. Conocimiento del fracaso de la muerte para saber de la falta de conocimiento de su repentina llegada. Entonces lo inoportuno trae la solución definitiva, la que no se preocupa por la pérdida conocida.
Claro que escribir es tentar a la suerte. Fundamentalmente si, como en el caso de Bataille, todo nos expone al límite mismo.
¿Pero cuál es? Bajo el disfraz de lo erótico, pero también filosófico o incluso ensayístico, esa experiencia interior rastrea el límite que revela la transgresión. La angustia sobreviene para derribar las pretensiones, para extraer toda pomposa cobardía y entregar esta realidad imposible, denunciando así la impotencia de la poesía: para tocar los extremos del sexo, del dolor, de la vida, del sacrificio, de la culpa, Bataille revela un más allá del éxtasis que lo deja a él y a su lector frente a lo imposible.
Es en la vida íntima del propio lector donde la experiencia -el estigma de la vida de aquel del que nada sabemos- continúa en los propios términos de su intimidad. La irresistible presa que logra no transporta al lector a un goce secreto, desconocido, sino que rasga el velo de ese propio goce donde el sujeto se refugia en un inesperado bálsamo sintomático. Cuando el síntoma ya no presta su apoyo a las máscaras de lo real, la condición inhumana del trumain lacaniano[7]Me refiero a la sesión del 17 enero de 1978, perteneciente al Seminario XXV (inédito hasta la fecha), también conocido como «El momento de concluir»., de ese l’être humaine homófono y bullicioso, le salta a la cara: el límite, la pérdida, el ateísmo y la inconsistencia le dejan expuesto, abierto al abismo de lo que no se puede conocer pero que, sin embargo, y como en el caso de Bataille, proporciona goce a su vida.
Para liberarse del miedo y la angustia –algo para lo que la escritura, por sí sola, no es suficiente-, la experiencia interior sigue siendo la única brújula cuya aguja (no importa cuán neurótica resulte) indica las veredas entre las que se puede escribir, así como también sus confines. Porque, a menos que se trate de pura perversión, y no creo que Bataille lo fuese, al contrario de lo que se ha afirmado, la transgresión asegura el límite, así como la locura paternal –père-versa– nos devuelve inevitablemente al círculo donde precisamente la locura está ausente. Aunque Bataille no diga que, por ello, el sujeto no esté condenado a la repetición, a esta ceguera de su conducta en la que no puede perderse sino desgastarse, abusar, incluso divertirse, hasta que el sufrimiento y la angustia le devuelvan la sospecha de la realidad.
Lo que hay en Bataille, a mi juicio, es una escritura que tienta la suerte y por lo mismo un desafío a los límites de la propiedad, a los límites del sexo y de la relación hombre-mujer. Dicho de otra forma, la búsqueda del límite lleva consigo un sinnúmero de categorías y clasificaciones. Bataille el bibliotecario, que todo lo clasifica y, en cuya búsqueda del ser, hace devenir a dichas codificaciones una cosa precaria, inestable: en esto es tan actual que podría ser clasificado como uno de los ideólogos principales del cuestionamiento de la identidad.
Y explicaría, asimismo, lo inacabado, lo interrumpido, aplazado, en fin, del discurso batailleano. Esta continuidad rota tiene que ver con esa búsqueda del límite que nunca aparece. O no del todo, como gesto fundamental, paradójico, del pensamiento y de la escritura de Bataille -a través del cual se cruza profundamente con el de Blanchot, resonando en el mismo deseo imposible de mantener una discontinuidad que es el motivo esencial tanto de La experiencia interior como de El diálogo inconcluso. Este gesto le da a la escritura de ambos un atractivo reconocible: una velocidad característica hecha de saltos.
Toda la escritura de Bataille está marcada con el sello dramático de una interrupción forzada en el curso de la narración. Siempre hay algo que impide que la secuencia narrativa siga su curso sin obstáculos, que llegue a su fin. Por eso diremos que escribir es ponerlo todo contra los límites, hacerlo en la experiencia interior que vamos trampeando hasta acabar –o quizá sea éste sólo un comienzo- con una pregunta, todavía sin responder, sobre la identidad misma.
Título: La experiencia interior |
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Referencias
↑1 | BATAILLE, Georges. 2004. «Le Petit», en Romans et récits. Paris: Gallimard, p. 367 (todas las traducciones, de ahora en adelante, son mías) |
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↑2 | Ibíd, p. 1167 |
↑3 | BARTHES, Roland. 2003. «La metáfora del ojo», en Ensayos Críticos. Barcelona: Seix Barral, p. 326 |
↑4 | BLANCHOT, Maurice. 1993. El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, p. 338 |
↑5 | JABÈS, Edmond. 2004. El libro de los márgenes I. Eso sigue su curso. Madrid: Arena Libros, p. 80 |
↑6 | BATAILLE, Georges. 2019. L’expérience intérieure. Paris: Gallimard, pp. 131-132 |
↑7 | Me refiero a la sesión del 17 enero de 1978, perteneciente al Seminario XXV (inédito hasta la fecha), también conocido como «El momento de concluir». |