Decidir, la semana después del funeral, no postergarlo más e ir una mañana a vaciar el piso de mamá. Encontrarlo todo tal cual estaba la víspera de Reyes. Registrar (qué verbo tan impersonal, pero no hay otro mejor) los cajones del despachito. Encontrar los papeles del banco y guardarlos en carpetas verdes. Revisar el dormitorio. Buscar entre sus cosas. Recuperar el joyero del tocador. Descubrir los álbumes de fotos. Y los demás recuerdos. Abrir el armario, apilar la ropa sobre la cama. Clasificarla para la beneficencia. Hallar, ocultos bajo un juego de sábanas con olor a alcanfor, los paquetes. Sentir entonces un escalofrío. Romper con los dedos vacilantes el que lleva una tarjetita con tu propio nombre, rasgar los papanoeles sonrientes y los abetos adornados del papel de regalo y no poder disimular una mueca de contrariedad al descubrir, en su interior, los mismos calcetines negros de siempre.