Sube la persiana a las doce de la noche, como siempre.
Nada más abrir, un pianista se lleva un surtido de los acordes más tristes para componer un blues. El poeta insiste en catar seis palabras antes de comprarlas; quiere asegurarse de que saben a alma rota. La chica de los moratones en los brazos paga a precio de oro una encrucijada donde volver a elegir camino. La anciana busca fotos de niños, rubios o morenos, da igual, siempre que tengan las naricillas chatas de los nietos que nunca ve.
Cuando ya va a cerrar, unas risas alborotan el silencio de la madrugada. A través del escaparate lleno de amaneceres, ventanas con vistas al mar, manos solidarias y hasta algún amor verdadero, luminoso en su estuche de nácar, la dependienta ve a una pareja de adolescentes con las bocas llenas de besos y la ilusión desbordándoles los bolsillos. Ni siquiera miran hacia la tienda: no necesitan muletas para el desengaño. Al menos, aún no.
Echa el cierre y se adentra en el frío, acurrucando contra su pecho al gato gris que siempre la acompaña.
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