Empecemos con una pregunta: ¿Existe un estilo radical? O mejor con esta otra: ¿Y si el radicalismo fuese sobre todo en un estilo? Esto importa, concierne a la filosofía. Sobre todo hoy, en una época en la que la filosofía ya no puede permitirse muchas alegrías. No desde el punto de vista político, ético, estético, sentimental, que son algunos de los puntos por los que intenta su rodeo este pequeño ensayo de Fernando Rampérez. Y digo rodeo, porque eso es lo que promete desde la misma cita capital de Maurice Blanchot.
Que nadie espere, a pesar de esta cuádruple intencionalidad, nada parecido a un programa. Acaso, si cabe, la estilización de un programa. De hecho, Rampérez transita por un camino o una cierta escolástica de lo radical: Benjamin, Derrida, Foucault o Deleuze. Pero en otro sentido, y puede que este sea el valor más importante de su propuesta, lo que plantea es el desmontaje o la deconstrucción de cualquier programa. ¿Por qué digo tal cosa? Porque lo programático es lo contrario a aquello que este profesor reconoce como incentivo principal de su causa: que es el de hacer distancia, el de dejar huecos, el de no rellenar por completo la línea de puntos. En efecto, pensar sólo se parece a esos dibujos con líneas de puntos si hay varias, infinitas salidas del laberinto, tal vez si no hay ninguna. Pensar, tal como él lo entiende, consiste en espaciar dando tiempo y en temporalizar haciendo sitio. Lo enuncia con gran belleza en su inicio: «Entre cada una de estas letras, hay un hueco. Entre cada palabra, un espacio. De párrafo a párrafo, hay que dejar sitio. Sin esos lugares nada ha lugar, no ha lugar a nada, hacen falta vacíos para que se vaya tejiendo el sentido o hilvanando el relato, distancias para dar lugar y dejar sitio. Rodeos.»[1]RAMPÉREZ, Fernando: Distancia e incertidumbre. Avarigani, Madrid, 2018, p. 9.
Esto, de una manera en cierto modo independiente de la voluntad del pensador, es la vez leve, inane desde un punto de vista teórico, y demoledor, bárbaro, según una perspectiva pragmática, como un ejercicio interminable de helada, a ratos ardiente ironía. Igual que es a la vez de fuego y hielo la melancolía. Porque ese dejar lugar lo que deja descolocado, sin locus alguno, es el discurso hegemónico, que siempre lo es de esencias, y que Cuesta Abad muestra con nitidez a partir de Heidegger, pero en cuanto que éste, tal vez por desgracia, no yerra, habría que proyectarlo mucho más lejos de Heidegger, incluso en los modos aparentemente menos dramáticos de la vida de la polis, de la ciudad: «Resulta ya evidente que la ontología de lo político no es otra cosa que polemología, o para ser más exactos: una ontologización del pólemos, de la guerra -no importa ahora si interior o exterior- como lugar áporos, como ese sitio del que la historia no ha salido o no puede salir.»[2]CUESTA ABAD, José Manuel: Ápolis. Dos ensayos sobre la política del origen. Losada, Madrid, 2006, pp. 44-45. En último extremo, y en tanto que el programa es también un estilete, un filo, tiene que oponerse a algo, hendir, entrar, herir. Y desde ese momento no puede escapar a esta restricción aporética. No es un gesto nada sencillo romper el muro, porque necesitamos a su vez ladrillos para hacerlo.
Arte y anarquía, arte o anarquía, repite varias veces el autor como un mantra que nos devuelve, aunque sólo sea como una apariencia, al terreno del litigio. Y es que, como hemos insinuado a partir de esa lectura de Heidegger, tal vez el terreno no sea un campo exento sino un recinto amurallado. De la misma manera que un número suficiente de ladrillos lanzados contra un muro hacen otro muro. Y que eso es parte de la incertidumbre. No está escrita la derrota ni prefijada la victoria, sobre todo cuando derrota y victoria son parte sustancial de aquello sobre lo que se pretende determinar su acta de defunción filosófica. ¿Acaso no es también un muro una barricada? ¿De qué lado está la libertad o el campo abierto que la barricada pretende defender? Desde luego esta es una pregunta que no se puede responder en el fragor del combate.
Se requeriría la mirada de Dios, pero es el mismo Rampérez quien afirma en varias ocasiones, tal vez con más frescura que auténtico fundamento teológico, que Dios no conoce amigo alguno.
Creo que esta alegre levedad teológica (Ni Dios ni amo, escrito sobre una bandera negra, como si está doble negación no fuera la más dolorosa de las contradicciones), puede ser respondida desde uno de los fragmentos más bellos de este libro, en el que la belleza no escasea: «El amor, o la amistad, consisten quizá en bucear o ir buceando, dentro de lo que hay detrás de un nombre, y en no poder dejar de hacerlo ni conseguir una comprensión clara y distinta de lo observado jamás. Incertidumbre, de nuevo: no acabar de saber o sentir lo que está detrás de un nombre, no dejar de desearlo o tocarlo, ignorar quién tendrá que hacerse cargo de la muerte del otro.»[3]Distancia e incertidumbre, p. 85.
Es verdad que estas palabras se refieren a Tristán e Isolda, ¿pero a qué se refiere el amor de ambos? ¿No está acaso cristianizado ya de parte a parte, como un Dios encarnado, susceptible de esperar, de anhelar, de ser defraudado? De morir también, de gritar e incluso de ser defraudado. En este sentido me parece que el libro de Rampérez es una frágil cabaña para vivaquear en medio del contemporáneo desierto de la falta de referencias. No presume de escéptico ni siquiera de ese relativismo tan cómodamente asumible por el mercado. Y ello porque dice que la duda es habitable, mientras que la incertidumbre te saca de casa. Gracias a esa incertidumbre no hurtada, ante la que no se vuelve la cara, propone lo que tal vez sea el momento más profundo y a la vez emotivo de su reflexión. El de una ética basada en la dignidad de las cicatrices. Que no hiende aún más el cuerpo hendido.
Me pregunto, casi lo dejo como una interrogación abierta para el filósofo, si es posible comprender nada de lo que somos, sin tener en cuenta cómo se centra toda nuestra civilización en cierto cuerpo herido, desgarrado, sometido a una larga tortura imperial. A lo mejor no es verdad que el Uno platónico pueda identificarse con ese extraño y evasivo personaje bíblico, y mucho menos todavía con un palestino que, al parecer, tuvo muchos amigos, si bien es verdad que entonces, como ahora, algunos de esos considerados los mejores además resultan ser los peores. No lo digo yo, lo hace Jean-Luc Nancy, citado de paso y como un rodeo por el propio autor. Para quien eso que aún se llama cristianismo no es una cosa entre otras que se someta a la deconstrucción, como una mera decisión entre otras. Digamos que la de deconstrucción del cristianismo, es de muchas maneras, un acontecimiento interno, un afuera que se distiende o distancia desde dentro, sin término: «¿Por qué, pues, un cuerpo? Porque sólo un cuerpo puede ser abatido o levantado, porque sólo un cuerpo puede tocar o no tocar. Un espíritu no puede hacer nada de eso. Un «puro espíritu» ofrece solamente el indicador formal y vacío de una presencia enteramente cerrada sobre sí. Un cuerpo abre esta presencia, la presenta, la pone fuera de sí, la aleja de sí misma y por ese hecho la lleva con otros.»[4]NANCY, Jean-Luc: Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Trotta, Madrid, 2006, pp. 76-77. Hablar de la pobreza de experiencia es aprender que tendremos que bastarnos no con nada, pero sí con muy poco (Benjamin dixit). Porque hay que elegir entre el crecimiento del desierto o la levedad de los bárbaros.
Título: Distancia e incertidumbre. |
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Referencias
↑1 | RAMPÉREZ, Fernando: Distancia e incertidumbre. Avarigani, Madrid, 2018, p. 9. |
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↑2 | CUESTA ABAD, José Manuel: Ápolis. Dos ensayos sobre la política del origen. Losada, Madrid, 2006, pp. 44-45. |
↑3 | Distancia e incertidumbre, p. 85. |
↑4 | NANCY, Jean-Luc: Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Trotta, Madrid, 2006, pp. 76-77. |