Sobran los motivos, y faltan las razones, para convertirnos todos en terroristas.
En pleno centro de París una joven del servicio de limpieza mira a los ojos de cuencas vacías de la refulgente estatua de Juana de Arco en Place des Pyramides. Esa mirada a un objeto que no nos la devuelve, es una mirada al vacío, el mismo vacío al que se dirige esta camada violenta, enfrentada con sus actos y que terminan acosados por la duda de su propio vacío interior, un nihilismo contemporáneo fruto de la insatisfacción y alejado de cualquier reivindicación o proclama política. A la vista de todo el mundo ese acto cotidiano pasa inadvertido, pero en el fondo es parte de la preparación de un sistemático conjunto de atentados destinadas a atacar los centros de poder de un país poderoso como pocos. La Defense, el ministerio del interior, la Bolsa y la citada estatua servirán de foco de atención durante las breves horas de un día cualquiera, entre las 14,07 y las 3,30 horas del día siguiente, en las que acompañaremos a un grupo de jóvenes en una especie de carrera simétrica y coreografiada por las calles de París, con breves flashbacks apenas necesarios, que juegan como meros arquetipos del cine criminal pero con los que Bonello sólo apunta que la acción no ha sido espontánea, pero con los que no nos aporta información alguna.
Sobran los motivos, y faltan las razones, para convertirnos en terroristas, cuestión ambivalente en la que muy pocos se atreven a justificar públicamente la violencia como reacción, pese a sufrirla sistemáticamente a diario. Al menos un conjunto de ciudadanos se lo podrían plantear como respuesta al continuo avasallamiento, privación de derechos, orfandad institucional, abuso de poder, saqueo de lo público. No obstante, si somos incapaces de asumir; y rápidamente se utilizan calificativos como iluminados, fundamentalistas, integristas, el terror procedente de los otros, anestesiados por mensajes políticos transformados en meros sloganes publicitarios, lobotomizados con imágenes teledirigidas a aumentar un consumo imparable que desestabiliza el sistema en cada ejercicio que las ventas no superan las del año anterior, qué no nos pasará por la cabeza si ese terrorismo surge de las entrañas del propio sistema que lo ha criado, si de la noche a la mañana los propios hijos de la Francia republicana, laica, centralista e igualitaria se alzan en armas contra sus instituciones y durante una jornada acaparan los titulares a fuerza de bombas que, así mismo, son una campaña publicitaria, imágenes nuevamente destinadas al consumo, en este caso para hacer del ciudadano un ser débil y necesitado de protección, la que te ofrece el sistema que te oprime día tras día pero al que consideras, finalmente, un padre protector dispuesto a eliminar de raíz cualquier peligro colectivo, un padre que, por descontado, nunca se autolimita en el control.
Bonello construye una de las películas más inteligentes de la temporada, a base de preguntas y ninguna respuesta, una película sobre la violencia que comienza con el sobrevuelo amenazante de un helicóptero sobre París. En las modernas sociedades autoproclamadas libres todos somos sospechosos, y el sistema nos lo recuerda constantemente, pero en su búsqueda de la seguridad señala como objetivos directos a unos sobre otros, así que dificilmente esa discriminación por raza, religión, grupo político, podrá centrar su atención en hijos de la burguesía, algunos acomodados estudiantes de la E.S.M.A., hedonistas jóvenes anhelantes del último par de deportivas de marca o de los equipos de sonido más exclusivos. Bonello no juega a la verosimilitud, sino al reflejo de una sociedad totalmente vacía de lo que podríamos llamar valores u objetivos solidarios, una sociedad silente que ha abdicado de su poder y control, dejando en manos del poderoso todo resorte de control, como esas calles vacías de París por las que uno de los personajes deambula necesitado de saber que su protesta, sea cual sea ésta, ha tenido alguna repercusión en la ciudadanía o ésta continua tan apática e indiferente como antes. Y así es la respuesta, el terror también se transforma en espectáculo, incluso para los terroristas sus acciones se vuelven más reales cuando las contemplan en las pantallas múltiples de un centro comercial que cuando las han vivido como actores directos, algo que parece ser secundario. Lo que no está en televisión no es real parecería decirse, y al contrario, lo que sale en televisión se transforma en una verdad indiscutible, y no le falta razón al director, el mundo actual se mueve por verdades de redes sociales o flashes informativos minados con mensajes subliminales, por eso este grupo de jóvenes termina resultando una amalgama patética de gente sin salida, que ha decidido llamar la atención con eso que los informativos ofrecen como carnaza de segundo titular o tercero, si ocurre en lejanos países de cultura inasumible, y que retruena en nuestras cabezas durante semanas si ocurre en cualquier capital occidental. Bonello lo sabe y lo expone, ni lo juzga, ni lo critica, simplemente nos lo ofrece como un hecho que el espectador ha de analizar conforme a su escala de valores, su información y su capacidad para ver más allá de las imágenes, porque a las imágenes, sucedidas como una acción reconocible, es posible que el espectador no las encuentre sentido.
La película se divide en dos partes que mutan completamente la naturaleza de la obra, siempre con la cuidada composición estética de los planos que Bonello utiliza en su cine, la primera parte juega al cine politico de atentados mediante el seguimiento en tiempo real de un grupo que compone una coreografía mientras las explosiones se preparan. En medio de ese grupo de «aficionados» parece advertirse al verdadero líder, que se reserva una acción mucho más revolucionaria e ideológica, pero que no es punto de atención de las televisiones. Asesinar a una persona que ha decidido despedir a 5000 empleados no tiene comparación con el espectáculo visual ofrecido por cámaras de videovigilancia cuando estallan cuatro bombas casi simultáneamente y la estatua de Juana de Arco queda envuelta en llamas, una segunda ejecución en la hoguera de un símbolo del país, pero también de un símbolo de resistencia al poder, por eso esa acción encierra, en el fondo, el fín de la misma y del grupo; quien se enfrenta al poder, termina avasallado por el mismo, cuando no, eliminado. Las televisiones hablan de pasada de la ejecución y se centran en el espectáculo, la única muerte preparada se silencia porque contiene un mensaje desestabilizador y contagioso, las explosiones son carnaza que nadie se atreverá a defender por su poder destructor. Consumadas las acciones planificadas cuidadosamente, la película cambia de registro de manera radical, los jóvenes quedan encerrados por voluntad propia (ecos buñuelianos) en el interior de un gran almacén (Bon Marché, otro símbolo de la cultura francesa, obra de Eiffel y sede de ese lujo inalcanzable para la mayoría de personas) a la espera de la mañana siguiente en la que, aprovechando la multitud, abandonarán el lugar y retomarán sus vidas anodinas. Si la primera parte resulta dinámica en el planteamiento y desenlace de los atentados, la segunda deviene más interesante en cuanto que revela la irreflexión previa de los autores y su orfandad absoluta cuando el líder del plan no aparece en el lugar de reunión, al tiempo que sirve para conocer, realmente, a estos jóvenes.
Manejados o no, utilizados como señuelo, dirigidos a convertirse en mártires de una causa que nunca conoceremos, es en ese interior del edificio donde se revela la verdadera personalidad del grupo. Jamás hablarán de las razones de su acción, no tendrán ni una sola palabra de contenido político entre ellos, irán cayendo en la lasitud absoluta de una larga noche de espera que se transforma en la crónica de una muerte anunciada, de una ejecución extrajudicial a la que son tan aficionadas las primeras potencias mundiales. Rodeados del lujo a su alcance, el espacio vacío de las tiendas les transforma en clientes potenciales, en verdaderos hijos del consumismo. Enfrentados a los maniquíes contemplarán como estos visten las mismas ropas que ellos, son fruto de un sistema al que han atacado pero al que no pueden renunciar, son, en realidad, maniquíes andantes consecuencia del mundo que parecerían combatir; su noche se transforma por momentos en una fiesta «rave» (la música es del propio Bonello, con lo que la unión de imágenes y sonido es un acierto pleno porque conoce exactamente las emociones que nos quiere transmitir con ambos aspectos y no necesita de intermediarios para plasmarlos), en un último banquete con productos de lujo. Rodeados de marcas poderosas, los jóvenes no critican en ningún momento ese falso mundo, sino que se aprovechan de él, al tiempo que, en múltiples pantallas de televisión, contemplan una y otra vez su hazaña, hasta que llega el anticlímax y la imagen se detiene en el presente, en un plano fijo del edificio en el que se han refugiado rodeado por la policía; es la señal de que el espectáculo ha terminado y va a comenzar otro que el poder no quiere que se vea; París fue una fiesta hasta que llegó la realidad. Esta segunda parte en el interior del edificio (resonancias de «Holy Motors» con su Samaritaine e incluso con su intermedio musical, aquí no es Denis Lavant pero sí «My way») acerca «Nocturama» a «L,apollonide»; si la historia de aquellas tristes mujeres derivaba hacia la languidez del paso de las horas, algo similar le sucede al grupo terrorista hasta que la tensión del asalto inminente activa de nuevo su sentido de la realidad, han decidido abstraerse con todo aquello que les proporciona un momento de placer pero cuando lo real entra en sus vidas, la recapitulación proporciona un vacío absoluto en el que el miedo a morir se transforma en exhibición de un instinto animal, más que en el miedo a perder algo irremplazable que no existe.
Hipnotizados por una sociedad de consumo que reconoce que «esto» se veía venir, una sociedad que entra en pánico durante unas horas pero poco después, duerme placenteramente sabiendo que su gobierno es capaz de reestablecer la calma que tanto desean, y sobre la que no se preguntan; un mundo donde podemos una bomba pero a continuación aspiramos a vestir con ropas de Miyake o Lafressange, bolsos de Vuitton o zapatos de Laboutin. Un placer instantáneo que exige otro a continuación para mantener un mínimo de endorfinas activas, hedonismos contemporáneos ajenos al pensamiento, al arte, a la cultura, a la política. Una mujer y una pistola parecería decir Bonello en su último ensayo fílmico, una obra rotunda y compleja, escasamente complaciente y nada condescendiente con ninguno de los interpelados, es decir, con todos nosotros. Deberíamos sentirnos incómodos y no indiferentes, viendo «Nocturama», una película que sigue resonando en el cerebro sin necesidad de bombas, no podemos ocultarnos tras máscaras doradas por que no todos podemos ser Juana de Arco, pero tampoco por eso deberíamos conformarnos con ser esclavos permanentes. Al menos durante unas horas de la noche estos jóvenes han creído que dominaban y tenían París bajo sus pies, un dominio vacío y ficticio consecuencia de su propia falta de sentido final.
Ficha técnica