En la noche de San Juan arden las hogueras y el fuego purifica el pasado, renueva el presente, se conjura con seres mitológicos y sobrenaturales. El solsticio de verano no es sólo un tránsito entre estaciones, sino una oportunidad de renacimiento, de ruptura puntual con convencionalismos y ligaduras tirantes que amordazan y marcan las muñecas. Lo espiritual y lo humano se dan la mano para saltar entre las llamas en un instante mágico, para rendir culto al amor, a la fertilidad. Y así comienza -en la noche de Midsommar– una obra de teatro que fue considerada como “demasiado naturalista para el público”, allá en 1888. Hablamos de La Señorita Julia, de August Strindberg, cuya presentación no gozó de una cálida acogida, ya que la censura lo impidió con su tajante talante y sus alargados tentáculos. Sin embargo, a partir de los años veinte del siglo pasado, el patito feo se convirtió en el cisne que ansiaba ser, subiéndose a los escenarios de todo el mundo.
En esta tragedia podemos distinguir varios ejes en torno a los cuales gira la trama, concebida en un solo acto, y que son comunes a otras obras del mismo autor, como El Padre (1887) y Acreedores (1888). En primer lugar, la lucha encarnizada entre dos mentes que no cesan y se oponen, llegando a un tipo de violencia psicológica que conduce a un maltrato recíproco y recurrente donde escapar resulta tan peligroso como insistir en un diálogo tenso, lacerante, agotador. Del mismo modo y de manera complementaria, se palpa la batalla entre sexos, que abarca desde la misoginia hasta el despecho femenino, pasando por los prejuicios y estereotipos marcados por siglos de fructíferas siembras de odios, apariencias y mordazas a uno y otro lado. Asimismo, la pugna entre lo viejo y lo nuevo, lo caduco y decadente contra la savia nueva, constituye la tónica general de esta corta pero intensa obra. La clase alta y la popular mantienen un pulso constante encarnándose en dos personajes, Julia y Juan, que se mezclan en un ritual sexual, arcaico, animal y humano, grosero, sensual, despiadado, arrollador, sangrante y puro. “Ahora besa mi zapato y la ceremonia será perfecta”[1]STRINDBERG, August. 1974. La señorita Julia. Madrid: Ediciones MK, p. 27, pues la señorita y el lacayo jugarán al galanteo mientras se miden desde sus puestos, despojándose de ropas y adornos pero sin abandonar sus condiciones. Quizás, todas las guerras comienzan igual, desde las entrañas.
“Debe de ser terrible ser pobre”[2]Ibíd., p. 32, piensa la señorita Julia desde su atalaya; ella nunca ha pasado hambre, tampoco sus manos se han ensuciado con el carbón de una estufa, ni se agrietaron por el frío en invierno mientras lavaban la ropa de otros. Su ambivalencia la hace atractiva, bella, inaccesible, ya que posee la compostura de la tradición, el decoro de su clase; aunque desea que mueran de amor por ella, que le ofrezcan lo idílico con bonitas palabras y la convenzan de que todo es posible, incluso traspasar la barrera de su educación y linaje. Ansía desnudarse de tradiciones y añejas herencias que la sitúan como mujer en un pedestal de virginidad, virtud e integridad. Qué difícil bajar esos escalones sin ser tachada de vulgar, sin que se burlen y cuchicheen a sus espaldas. “Quisiera caer, caer pero sigo allí agazapada en lo alto”[3]Ibíd., p. 28 porque teme el golpe duro y seco de una sociedad que la repudiaría. Nadie puede poseerlo todo; la señorita Julia, tampoco.
Juan representa el carpe diem, la vida fluyendo a un ritmo vertiginoso. Ser práctico y realista forman parte de su modus operandi y, quizás, ha sido y es su estrategia de supervivencia en un mundo subterráneo, frío, y desierto de placeres complejos. Lo simple e inmediato cobra suma importancia cuando se nace siervo y el poder subyuga; aunque también atraiga, como un poderoso talismán que despierta los deseos más ocultos, la ambición más despiadada. El único salvoconducto para escapar de la miseria y la sumisión es medrar, escalar a costa de engaños, tal vez, o de promesas que pueden romperse de un momento a otro. “Trepo, trepo pero el tronco es resbaladizo”[4]Ibíd., p. 29 y no se cansa de intentarlo, pues el vacío es un riesgo aceptable si lleva a adquirir otra posición social, a tomar el látigo en lugar de aceptarlo como castigo.
El diálogo continuo entre ama y criado se transforma poco a poco, doblegándola a ella y coronándolo a él. Intercambian sus roles para descubrir su auténtica idiosincrasia, el motor que mueve a cada uno para con el otro.
Los dos ambicionan en la misma medida y con idéntico ardor, pero circunstancias distintas, alejadas entre sí. Se despedazan para seguir siendo supervivientes en sus celdas, mendigan los dos elementos que insuflan energía al ser humano: amor y poder. Julia y Juan huyen de la muerte con tácticas opuestas; de esa muerte lenta del espíritu que no puede curar la medicina, ni espantar el alimento.
Ambos protagonistas se olvidan, por una noche, de quiénes son debido a un suceso puntual: la ausencia del conde. No está su padre, ni su señor; pero su sombra es alargada y no consentirá que ninguno escape a su destino. Está escrito con la sangre de antepasados y las voces de preceptos recalcitrantes.
Frente al tono feminista de Ibsen en Casa de Muñecas, el que emplea Strindberg en La Señorita Julia puede calificarse como misógino y no resulta extraño, ya que él mantenía la firme convicción de que la mujer aniquilaba al hombre. Ingmar Bergman, que llevó a escena sus obras de teatro en multitud de ocasiones, afirmaba haber amado y odiado a Strindberg, sin que eso fuera suficiente para deshacerse de él.
Este texto no parece tener más de un siglo, ya que aún lidiamos con suspicacias y estamentos tan sólidos como los de entonces. Sin duda, hemos avanzado, pero Julia y Juan no han muerto. Pasean entre nosotros, con nosotros, en nosotros.
Título: La señorita Julia |
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