Cuando la camarera me ha traído la cuenta, me he sorprendido. Me ha explicado que ha sumado también lo de mi madre, que se lo ha indicado antes de marcharse. Entonces me he acordado de la mujer entrañable, de pelo blanco y mirada astuta, que ha merendado junto a mí en esa cafetería abarrotada. No he puesto objeción, he pagado y he salido. Ya en la calle, he pensado que no ha sido caro. He pagado diecisiete euros por la ilusión de haber merendado otra vez con mi madre, cuando hace tanto que la perdí. Y eso no tiene precio.