El cachete en el culo le hace arder las mejillas. Las lágrimas se le acumulan en los ojos y le emborronan la vista. Caen a borbotones resbalando por las mejillas. Llegan a la barbilla y se precipitan hasta la baberola blanca del vestido de flores. Le duele más el orgullo que la torta. La cabeza le hierve de rabia y en el pecho se forma una pelota grande que le dificulta la respiración. Grita algo ininteligible entre sollozos mientras corre desde la cocina hacia el cuarto de la costura. Tiene que atravesar toda la casa y de camino entra en el salón. Allí su padre se mantiene impertérrito, sentado a la mesa con las gafas de leer y concentrado en sus papeles, haciendo oídos sordos a la enorme injusticia que acaba de cometer su madre. Recorre el largo pasillo y pasa junto a la puerta del cuarto de la hermana, que le lanza una mirada indiferente y fugaz desde dentro antes de continuar jugando, inmutable, con sus muñecas.
Al fin llega al cuarto, abre la puerta y allí están ellas. Entrelazadas, se encuentran las manos de su abuela reposando plácidas en el regazo, que descansa en una silla de enea. Antes de que su abuela pueda reaccionar, corre hacia ellas, las separa, trepa por las piernas, se sienta encima y coloca las benditas manos tras ella, que se vuelven a anudar y la acunan. Solo ahí encuentra consuelo. Esas manos son las únicas que no se muestran indiferentes a su desconsuelo, a su tremenda desdicha. Esas manos la entienden, no la juzgan, están de su parte en esa casa en la que vive con esa gente, que se dice su familia y que ahora percibe como a unos extraños. Unos crueles extraños que no se conmueven ante su sufrimiento.
Pero ellas sí, ellas la acogen. Son como el brasero en el que se refugia del frío en invierno. Son el rayito de sol que le entibia la cara por las mañanas en el colegio. Su asidero, su hogar, el único lugar seguro en esa casa de traidores. Con las manos que la abrazan, se va calmando. Los hipidos cesan y la pelota que le oprime el pecho se hace un poco más blanda.
Se da la vuelta. Coloca la espalda en el pecho de su abuela y se acomoda encima de sus piernas. Se retira las lágrimas y los mocos con la manga del vestido. Las manos le ofrecen un pañuelo blanco de tela con ribetes de croché que sacan del bolsillo del vestido. Devuelve a las manos el pañuelo empapado, que lo dejan en el bolsillo para volver a cruzarse sobre la pelota que ya casi se ha disuelto.
Recorre con sus manitas de niña las de su abuela, ésas que saben calmarla. Se detiene con el dedito índice en las manchas, que son como los países de los mapas que están colgados en la clase del colegio. Luego lo pasa por las venas azules que sobresalen en el dorso como acaudalados ríos. Acaricia los dedos hasta llegar a las puntas, donde se detiene en la curva que ya no puede enderezarse. Pellizca la piel llena de arrugas y, como otras veces, comprueba cómo tarda en volver a ponerse en su lugar ante la falta de elasticidad. Las mira con deleite, con fascinación. ¡Que rápido trabajan con agujas de lana o croché! ¡Cómo la ayudan a hacer los trajes para sus muñecas! Cómo se alzan alto en aspavientos para señalar su destreza con la costura, lo que le enrojece los mofletes de satisfacción.
Ahora se entrelazan con las suyas, tan blancas, tan suaves, tan pequeñitas. “Tienes manos de pianista”, dice su abuela. Y ella se las mira, y se las imagina encima de un piano tocando las teclas con rapidez tal como ha visto en las películas. Algo que nunca llegará a hacer, a pesar de contar con las manos necesarias para ello.
Muchos años después recordará esas manos. Entenderá entonces que ésas que ahora tanto adora, que le parecen tan bellas, que le encanta tocar y recorrer, jugar con ellas… son manos de vieja. Y reconocerá las manchas oscuras, los surcos profundos, las venas hinchadas y la piel arrugada en el reflejo de sus propias manos.