Cierro los ojos y tomo conciencia de los hombres que son parte de mi vida.
Me siento honrada por estar rodeada de referentes masculinos empezando por mi abuelo, mi padre, mi hermano y muchos otros que forman parte de mi entorno más cercano siendo consciente de sus fortalezas pero también de sus limitaciones.
Las imágenes de sus rostros aparecen ante mí y respondo con gratitud por su existencia y la experimentación de un amor profundo por haber coincidido en esta vida.
A lo largo de mi infancia y adolescencia tuve que aprender a reconocer entre hombres buenos y hombres malos simplificando y categorizando el proceso a través del cual las personas interiorizamos los mandatos de género que nos corresponden.
La socialización de género patriarcal es muy dañina y dolorosa pues nos aleja del contacto con el ser. Por eso creo que es tan importante realizar un trabajo de toma de conciencia y deconstrucción de todo el bagaje que aprendimos e ir comenzando a deshacer las cadenas y nudos patriarcales de nuestra identidad.
Tengo el placer de tener a hombres en mi vida con los que comparto alegrías, tristezas, placeres y vulnerabilidades. Me nutre crear con ellos el espacio en el que, desde el respeto, la confianza y el cuidado mutuo, compartimos nuestro malestar y disconformidad con el peso del género que cargamos en la mochila.
Entonces intercambiamos de qué manera este peso nos supuso una dificultad para relacionarnos de manera saludable desde que éramos niñxs.
Recuerdo el día en el que Pablo me decía:
¿Un hombre que empatiza con los demás y habla de sus sentimientos?
No, yo no puedo ser así, no es socialmente lo aceptado… Sé de primera mano que no soy el único que ya está cansado de estos clichés. Por mi condición de hombre grande (mido dos metros) siempre se ha dado por hecho que debo ser rudo, distante e incluso agresivo.
Parece que ser amable, empático y hablar de emociones es sólo un rasgo femenino, pero por suerte la vida me ha acercado a hombres y mujeres que ven más allá de lo socialmente establecido y que valoran más el alma de las personas que su género, raza o condición social.
No quiero que mi hijo crezca en un mundo donde las mujeres tienen miedo a ir solas por la calle y los hombres tienen miedo a hablar de sus sentimientos. Es una mierda para todos nosotros.
Empatía es mirar el alma de cada ser que habita entre nosotros y ponernos en su lugar, erradicar las diferencias culturales que nos han inculcado para separarnos.
Como me dijo una gran sabia una vez:
«Al final todos queremos amar y ser amados»
O cuando Alfredo compartía conmigo su experiencia:
Recuerdo mi más tierna infancia. Cuando un niño asiste al colegio, interactúa con sus compañeros/as de clase, allá por los inicios de los 90, donde las normas y las costumbres diferían totalmente de las actuales.
Recuerdo con una sonora sonrisa interna cómo, sin tener referencias claras femeninas (soy el menor de 3 hermanos, un padre y una madre), con pensamientos liberales pero chapados a la antigua, sin que me indujeran a como tenía que pensar o sentir, como yo mismo fui marcando mi camino.
Mi madre era la responsable de mi cuidado mientras mi padre trabajaba, ella siempre se dedicó a las labores del hogar y de vez en cuando atisbaba aquello de «esto tendría que ser una profesión reconocida y remunerada». Qué razón tenía y sigue teniendo, pues fue su decisión la de criar a sus tres hijos, de la manera más adecuada y de la mejor forma posible dentro de sus conocimientos y experiencias vitales.
Fueron estas experiencias las que me ayudaron a no establecer barreras de género y a medida que fui adolescente intenté sentir y empatizar, entender y comprender, ser paciente y no dejarme llevar por los múltiples tópicos que aguardan en cada esquina de esta sociedad.
También cuando Felipe recordaba momentos clave cuando era niño:
Recuerdo que yo me sentía un niño sensible y diferente al resto de mis compañeros de clase.
Por eso se burlaban de mí y aprendí que debía mostrarme violento y estar a la defensiva para protegerme. Viví en estado de tensión durante mucho tiempo y ahora como adulto todavía me pasa que no me relajo cuando estoy con otros hombres, me siento en alerta para responder a posibles ataques.
Al compartir con ellos nuestras experiencias vitales considero que se produce un acercamiento más profundo que nos permite formular un pensamiento crítico hacia el sistema en el que hemos sido educadxs.
Me doy cuenta de que compartir con ellos mi yo feminista desde la rabia o la vulnerabilidad me nutre porque considero que la autoconciencia feminista es un trabajo conjunto para hacer temblar la estructura.
Reconozco nuestras diferencias siendo consciente que este sistema se alimenta de crear tales brechas desde el mecanismo de la dominación/opresión que tanto daña.
También considero que las personas tenemos que responsabilizarnos de nuestros propios procesos personales y de la toma de conciencia de estos mecanismos patriarcales pues solo así podremos establecer relaciones basadas en la equidad y la salud.
La socialización de género entre hombres y mujeres es diferente como parte de la estrategia.
En este sentido, a las mujeres nos enseñan a cuidar y sostener al otro hasta tal punto que nos entregamos a una causa y a una lucha que no nos corresponde, como intentar salvar al niño interior herido de las parejas y hombres de nuestras vidas como si la vida nos fuera en ello y, en ocasiones, ocurre de manera literal.
Los hombres aprendieron a bloquear su dimensión emocional y entendieron desde niños que ejercer violencia y control es una manera de dar salida a su sufrimiento interno y también para alimentar su ego.
Al igual que Pablo, Alfredo y Felipe a mí también me vienen recuerdos de cuando era niña.
Recuerdo cuando en el colegio aprendí a relacionarme con las niñas en pequeños círculos mientras los niños ocupaban todo el espacio o cuando me convertí en adolescente y el amor romántico ocupaba prácticamente todo mi ser.
Recuerdo cómo me creí el cuento de la salvadora, de que el amor lo puede todo y que gracias a mi ayuda los hombres de mi vida podrían vivir mejor.
Como dice Coral Herrera:
Una de las razones por las cuales a las mujeres nos cuesta dejar las relaciones en las que no nos sentimos amadas o en las que sufrimos malos tratos es porque nos dan pena los hombres a los que amamos.
Cuando nos enamoramos, conectamos con el niño asustado que hay en su interior. Tenemos tanta capacidad para la empatía, que confundimos el amor de pareja con el maternal y por eso queremos cuidar y ayudar a ese niño inocente a superar sus traumas y sus carencias, y a cerrar sus heridas.
Es importante tener en cuenta que ese niño interior herido hoy está en manos de un hombre adulto que tiene que apelar a su propio proceso para aprender a cuidarse y sostenerse por sí mismo.
Al igual que nosotras también somos responsables de nuestro autocuidado.
En mi labor como psicóloga, he tenido la oportunidad de trabajar con hombres en contexto terapéutico.
Profesionalmente me ayuda identificar con ellos a ese niño interior herido porque cuando su ser adulto conecta con el niño que fue es posible comenzar el trabajo de conexión consigo mismo desde la vulnerabilidad y la compasión.
Como psicóloga sí.
Como pareja, amiga, compañera, familia… no.
Colocarnos en el papel de salvadoras de los hombres de nuestras vidas no es nuestra tarea, no nos corresponde.
Sí podemos acompañar, escuchar, intercambiar sabidurías para cuestionar el orden establecido. compartir el teléfono de nuestra/o terapeuta… pero no podemos salvarlos porque corremos el riesgo de perdernos en el camino y caer en la trampa que el sistema patriarcal nos pone a diario del ser para los otros.
Otra alternativa que se me ocurre es ayudarnos a nosotras mismas a identificar cuando sí y cuando no. Así como aprendimos a acercarnos a aquellas personas que nos atraen también es necesario saber alejarnos de una persona que nos hace daño por puro amor hacia una misma.
Para ello es realmente necesario estar conectadas con nuestra intuición, sabiduría y ponernos como prioridad.
Duele decir adiós por autocuidado, duele reconocer nuestras limitaciones, duele ver el sufrimiento ajeno. Pero más duele sentir cómo nos vamos desgastando por el camino cuando queremos salvar a los hombres de nuestras vidas olvidándonos de nosotras mismas.