Hoy en día tenemos miles, pero ni siquiera podríamos localizarlas con facilidad si alguien, en alguna cena o visita, nos expresara el deseo de verlas. Esa en la que aparecemos más bronceados que de costumbre, bajo un sol de mediados de julio, en alguna playa; o aquella donde nuestros atuendos demuestran que la moda es una aliada efímera, a pesar de que aquella noche, tras la graduación, nos sintiéramos las más bellas del baile. Todas y cada una de ellas guardan la esencia de lo que fuimos y vivimos en un momento concreto. Puede que por este motivo las atesoremos, aunque al contemplarlas, cada vez más a menudo, nos dé un vuelco el corazón.
Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) las utiliza en “Los años” (2008) como hilo conductor para describir un recorrido histórico, político y social del continente europeo y de su propio país. También aporta su testimonio íntimo, vital y subjetivo, a través de sus recuerdos y de una capacidad de análisis con perspectiva crítica. Las fotos, que abarcan desde la infancia hasta la senectud, crean una línea del tiempo marcada por sueños, diferencias de clase, desengaños, acontecimientos familiares y metamorfosis, que uno sólo sabe reconocer mediante las imágenes –tan absolutas, tan inmisericordes- y el conjunto de emociones contradictorias que éstas nos producen. Del mismo modo, sucede con las películas caseras que filmaba su marido gracias a la cámara Bell and Howell, que la autora y uno de sus hijos han reunido en el documental “Los años de Super 8” (2022), donde los viajes a Chile, España, la Unión Soviética o la Francia más rural están impregnados de la presencia de seres queridos y de un deterioro paulatino de la vida conyugal.
La niña Annie despertaba cada mañana con la fantasía de ser Scarlett O´Hara, en medio de un repertorio de usanzas y de una memoria colectiva anterior que la llevaban a aprender ademanes característicos y “un francés despellejado y medio dialectal”[1]ERNAUX, Annie. 2019. Los años. Madrid: Cabaret Voltaire, p. 40, acompañados por un tono de voz elevado, aunque inofensivo. Su generación representaba el porvenir después de la guerra, de la miseria y la destrucción; pero ellos no lo sabían entonces, cuando el transcurso de los días no lo determinaban los años, sino los cursos escolares. Los chicos y las chicas estaban separados en todas partes. Lo exótico se situaba en las grandes ciudades. Vivían en la escasez de todo y “el progreso era el horizonte de las existencias”[2]Ibíd., p. 56.
La menstruación y las reválidas supusieron para su adolescencia y primera juventud un estatus, a pesar de que la condición de género siguiera restringiendo los itinerarios de las unas y de los otros. El sexo se reprimía, se convivía con un deseo de goce prohibido. La reputación sexual de una chica estaba por encima de sus estudios y de su procedencia, aunque el Informe Kinsey legitimara el placer y abriera otros horizontes posibles. “Marianne de ma jeunesse” (Duvivier, 1955) colisionaba con “la primera vez”, donde el sexo se imponía al amor, y el romanticismo se tornaba en decepción. Virginidades inciertas, encuentros clandestinos y la “desgracia” de poseer un útero. El aborto, una palabra impronunciable.
La sociedad del ocio y la exaltación de lo material llegaban para quedarse.
Los yogures de sabores, el tetrabrik, el transistor, ir a España de vacaciones, sacarse el carnet y tener coche eran sinónimos de libertad. “La profusión de cosas escondía la escasez de ideas y el desgaste de las creencias”[3]Ibíd., p.119, mientras la masacre de París de octubre de 1961, la muerte de Marilyn y el asesinato de Kennedy, el mayo de 1968, el suicidio de Gabrielle Russier y la multitud de guerras que seguían su curso, tan sólo dejaban una impronta que se debilitaba con la distancia.
Las mujeres de treinta años conciliaban trabajo y maternidad, preguntándose si serían más felices llevando otro ritmo, eligiendo otras opciones. A las de cuarenta las acechaba el miedo a envejecer y a la menopausia, siendo conscientes del frágil esplendor que, poco a poco, se despedía de ellas. Y a Annie “la invadía la vieja impresión de sentirse fuera de la fiesta” (página 188) y el desconcierto, al comprobar que sólo viviría una vez. A veces, creía ser Marie en “Una vida de mujer” (Sautet, 1978) y otras, la abuela de “Cría cuervos” (Saura, 1976).
Ernaux, como observadora y protagonista, culmina su particular peregrinación desde mediados del siglo XX con el inicio del XXI, el euro, Internet, los móviles y el panorama difuminado de un futuro que ya no le ofrece un fondo ilimitado. Su percepción del tiempo ha cambiado y ahora se imagina como un manuscrito en el que se ha borrado el texto primitivo para volver a escribir nuevos episodios; como un palimpsesto raspado con el cúmulo de experiencias propias y ajenas, individuales y universales.
Si con “El acontecimiento” (2000) podía considerarme una recién llegada a su obra literaria, con “La mujer helada” (1981) corroboré mi interés por su estilo agudo y su escritura “blanca”. “Los años” me posicionan en un punto de no retorno, como el comensal que se sienta a la mesa, sabiendo que el menú no le defraudará. Annie Ernaux inmortaliza en ella su autobiografía con el telón de fondo de una época y de los seres que la habitaron.
Es uno de los nombres más relevantes de la literatura actual francesa y ha sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura en el pasado año 2022, pero ella siempre ha preferido definirse como profesora, antes que como escritora. Afirma que no basta con vivir, hace falta escribir, aunque eso signifique que un arma te hiera a ti misma y al mundo.
Título: Los años |
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