La existencia de cada uno de nosotros es fruto de la casualidad, por mucho que nuestros progenitores desearan e, incluso, planificaran un momento concreto para ampliar la familia. Acaso, ¿sabían de qué color tendríamos los ojos o cómo nos comportaríamos en el colegio? Seguramente, escogieron un nombre entre mil, buscaron su significado y a personajes célebres a quienes bautizaron con él; pero esos fonemas, de ninguna manera, hubieran podido anticiparles qué sucedería con sus descendientes en un futuro. Hoy en día, aunque la ciencia y la tecnología hayan avanzado tanto, aún nadie –ni nada- sería capaz de predecir nuestra historia, como una sucesión de viñetas de colores ordenadas e inmutables. El azar y la voluntad también son elementos claves, que varían los movimientos en el tablero. Un encuentro en mitad de la calle, un beso apasionado, un comentario desafortunado… son suficientes para desencadenar una serie de hechos que lleven al matrimonio, a la transmisión de un virus o al suicidio.
Probablemente, el mismo domingo que Pavese se quitaba la vida en una habitación de Turín, Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) –todavía apellidada Duchesne- descubrió que no era hija única. Entre murmullos, su madre le confesó a una clienta que tuvo otra niña, que murió de difteria a los seis años. En ese instante, se produjo la fisura que desencadenó todo lo que antes ni intuyó. La percepción que tenemos del mundo es tan mostrenca, como frágil; basta que alguien quite una de las piezas, para que se desmorone el artilugio que nos sostiene. Ese espacio ilusorio abarcaba el reconocimiento en fotografías que no eran suyas, sino que mostraban a “la otra”; y, sin embargo, nadie le dijo jamás que estuviera equivocada, porque ella era “la niñita invisible de la que nunca se habla”[1]ERNAUX, Annie. 2023. La otra hija. Madrid: Cabaret Voltaire, p. 17.
Ernaux ha declarado en más de una ocasión que no le resulta suficiente el hecho de vivir, que le hace falta escribir y reflejar instantes. Es cierto que sus circunstancias y experiencias constituyen el centro de su obra literaria; pero esa intimidad no se traduce en individualismo, sino en expansión hacia una dimensión social. Su prosa es cruda y poco autocomplaciente, y así puede comprobarse en cada una de sus publicaciones. En “La otra hija” (2014) aborda sin tapujos, ni convencionalismos, las sensaciones y pensamientos contradictorios surgidos del hecho de saberse engañada, de perder el privilegio de la exclusividad y de ser la primogénita. A grandes rasgos, podría entenderse como una visión superficial de un acontecimiento bastante común en el siglo pasado, pero el trasfondo aglutina muchas capas. Escribir, escribir para resucitar a la hermana y matarla, de nuevo; para enfrentarse a la sombra y liberarse, después.
Vínculo cimentado en el recuerdo de los demás, pues no coincidieron en el tiempo, y en las consecuencias que esto genera. “A ti nunca tengo nada que decirte”[2]Ibíd., p. 16 ante la tumba, porque no posee un olor, una cinta del pelo, un juego, alguna confidencia que pueda unirla a ésta con quien comparte sangre y linaje. Ni siquiera se trata de su hermana, no llegó a serlo; tan sólo una imagen plana, carente de halo. Tampoco ambas tuvieron los mismos padres; jóvenes, rebeldes y ambiciosos en el primer nacimiento, marcados y mortecinos en el segundo. Ginette, la mayor, a quien le compraron la cama y la cartera para los libros de clase -que Annie utilizó como si estrenara-, permanecía como un dolor invisible e indestructible entre los dos.
De manera inevitable, todo ello se extendió, enmoheció otras relaciones estrechas, como la que la autora mantuvo con su madre. Amor y odio. Escribir contra ella, para ella. Hacérselo pagar caro, porque “la buena” era la ausente, la que no tuvo tiempo de equivocarse y tropezar, la pequeña santa, a la que no castigaban; porque las comparaciones, aunque se hagan en silencio y de forma indirecta, escuecen a pesar de las décadas. A veces, las emociones y los rencores no resueltos se convierten en surcos profundos, muy profundos, llegando a culpar sólo a los demás de la incapacidad propia para sanar. Y eso, magistralmente, lo afronta Ernaux a través de su escritura; no sin dolor, no sin incomodidad.
Esta larga carta de noventa páginas alberga la estampa de una época, donde ciertas cuestiones se erigían como sempiternos tabúes, que se obviaban y se negaban para poder existir. El retrato de sus padres es la viva imagen de una Europa industrial; víctima de las guerras, del sufrimiento, de las enfermedades y de un afán extremo de superación y resiliencia. Los hijos eran el porvenir, quienes ya no cargarían con el analfabetismo, ni el hambre; los que serían dueños de sus decisiones. Esta larga carta es también una reconciliación consigo misma, un ejercicio de prolongación, en el que la culpa ya no tiene ningún sentido. Dos hermanas, dos tiempos. La continuidad y la necesidad de sobrevivir a su presencia velada. Ser una misma, asumiendo que la muerte de una posibilitó la llegada de la otra.
La literatura de Ernaux está repleta de volcanes, de desiertos y océanos, de grutas y valles. Relata la memoria personal y colectiva, desde lo autobiográfico y desde las observaciones sociológicas. Su estilo sobrio puede provocar irritación o rechazo, ya que ni dulcifica, ni oscurece la realidad. El sexo, la enfermedad, el envejecimiento son temas recurrentes para ella, la prueba de que están ahí, aunque intentemos omitir detalles desagradables. Su voz es la de todos nosotros, el deseo de que las vivencias trasciendan. Tal y como mencionaba Proust, “la vida descubierta y esclarecida”.
Podría afirmarse que las obras de Ernaux forman una constelación narrativa y, por tanto, no basta con observarlas de lejos. Hay que acercarse a ellas, como esos navegantes y mercaderes antiguos que realizaban travesías en plena noche, y analizarlas con detenimiento. Sólo de ese modo nos orientaremos en la difícil tarea de seguir nuestra propia ruta.
Título: La otra hija |
---|
|