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Dijo Brecht “¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué?”, o como haría Godard, ¿para qué hablar de lo que sucede si no mostramos la verdad y alentamos a cambiarla?, ¿para qué seguir adelante si no queda esperanza?, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que la verdad se pronuncie, por qué cuesta tanto pronunciar la verdad? Si verdad y libertad van juntas, nuestro imaginario visual está lleno de mentiras. Será por eso que la nueva apuesta de un joven director de 88 años, cortando, mutilando, alterando, mezclando, modificando el color, degradando la calidad de la imagen expuesta ante nuestros ojos respira tanta libertad que nos sentimos cerca de una verdad, no de todas las verdades, pero sí de la que inspira a la imagen como testigo directo e imparcial de todas nuestras mentiras.
¿Cuándo hablamos de imagen queremos decir los mismo que si aludimos a las imágenes?, ¿Si hablamos de la verdad caben varias verdades?, ¿Si el autor de la película dice imagen, qué justifica usar el plural en su traducción española? ¿Significa lo mismo hacer un libro de imagen a que sea hecho de imágenes? ¿Se está queriendo afirmar, de manera inconsciente por el responsable, que la última película de Godard es, acaso, un libro de cromos?, ¿un bonito y arriesgado catálogo de imágenes reales o de ficción que no tienen una unidad o un propósito a interpretar e interpelar? Probablemente todo responda a la mala eufonía de la frase en castellano, pero trastocar el sentido del lenguaje en una película visual y sensorial, donde la palabra tiene su importancia, pero ajena y autónoma a la de la imagen no es una buena señal.
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En el cine de Godard se mantiene intacto su espíritu revolucionario. A su edad elabora una película mutante, un puro artefacto diseñado para deslumbrar, interrogar, aturdir, enumerar, experimentar. Pocas películas más modernas podrán verse en la actualidad procedentes del interior del “sistema”. Godard, desde su radicalidad, no es alguien ajeno a lo que critica, su estatus autoral le ha colocado en esa cúspide a la que pocos llegan, pero no por ello se ha domesticado a los lenguajes imperantes o a un deseo irracional de «caer bien», o a ser más accesible. Su investigación no claudica, su empeño en descubrir nuevas maneras de contar no decae, su inteligencia puesta en imágenes al límite de poder ser comprendidas por el espectador no desfallece. Seguir viendo a Godard pone al límite nuestra capacidad de comprensión, sólo por eso, y por el desafío cultural que supone repasar nuestra debacle como civilización, incluida la de la “feliz Arabia”; “Le livre d´image” es la más radical apuesta de libertad dentro del cine presente.
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Dudando que las revoluciones sean verdaderas, usando textos pasados, Godard, con la inestimable ayuda de Fabrice Aragno, Nicole Brenez y Jean Paul Battaggia en la documentación y montaje, nos dice que ante el autoritarismo de los gobiernos “estaré siempre al lado de las bombas”. La Arabia feliz de Dumas arde en llamas auspiciada por revoluciones que han transformado la realidad hasta descomponerla en otras mucho más atroces y cuyos efectos, de manera desacostumbrada, afectan al desfallecido occidente. La apuesta por las bombas se desvanece en el ideario del pasado, y del propio Godard, asistiendo a la constatación de que entre los hombres con poder no hay más que hipócritas malvados, nadie quiere ser justo y todos quieren ser reyes autocráticos aunque se disfracen con el ropaje de la revolución. Godard plantea su película-ensayo a partir de cinco partes, como los cinco dedos de una mano que convierten a ésta en una unidad. Cada dedo puede funcionar autónomamente, pero es en el conjunto donde la creación comienza a partir del todo. Cinco partes como las cinco advertencias de Brecht para que la verdad pueda triunfar en tiempos de mentira.
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En un texto publicado en 1934 en Berlín, el escritor se refería a la realidad de su país, al triunfo poderoso de la mentira y al exterminio incipiente de quien se opusiera a la ola de calumnias, infamias y falsedades. Su receta, sin embargo, no se dirigía solo a los oprimidos por el fascismo, sino a los súbditos de las democracias burguesas sólo aparentemente democráticas, no excluyendo las responsabilidades de todos en las odiosas consecuencias de la cobardía y no aceptar la verdad. Godard con sus cinco dedos titulados “Remakes”, “Las tardes de San Petersburgo”, “Las flores entre los raíles en el viento confuso de los viajes”, “El espíritu de las leyes” y “La región central-La Arabia Feliz” se relaciona con Brecht porque su texto, citado en la película, también se compone de cinco partes; “El valor de escribir la verdad”, “La inteligencia necesaria para descubrir la verdad”, “El arte de hacer la verdad manejable como arma”, “¿Cómo saber a quién confiar la verdad?” y “Proceder con astucia para difundir la verdad”.
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El mismo esquema, por tanto, en la película de Godard y en el texto de Brecht, pero Godard, salvo por utilizar la frase “sólo en el fragmento es posible encontrar la verdad”, no apoya literariamente su “imagen(es)” en los escritos de Brecht, y tampoco tiene especial interés en descubrirnos los pasajes de Rimbaud, de Flaubert, de Mieville, de Dumas, de Montesquieu; porque lo radicalmente complejo de su propuesta es que atendamos a la imagen fragmentada, adulterada, modificada, y que ésta funcione autónomamente de los textos. Esta sucesión de la imagen compone fragmentos, esquirlas, dardos de realidad lanzados a nuestras pupilas para que, ante toda esa acumulación de material, vayamos atrapando unos mínimos conceptos básicos repetidos a lo largo de la historia, esos «remakes» que, apurando el término cinematográfico, componen el déjà vu de una historia de horrores, repeticiones que, adulteradas, se convierten en rim(ak)es, rimas que dialogan con una cadencia musical abruptamente rota por el estallido de una bomba, la ejecución de un rehén o el inalcanzable sentido del holocausto. Una imagen que cuando comienza a asentarse en la retina, desaparece, por otra o por un fundido en negro evocador de la falta de respuestas, con rótulos o sin ellos.
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Imagen y contraimagen, el jardín de Luxemburgo y la tumba de Rosa Luxemburgo, las veladas imperiales en San Petersburgo y las guerras napoleónicas, lujo y destrucción; y así desde los griegos hasta Oriente, no el de las 1001 noches pasolinianas, sino el del presente que hace verdaderas las ejecuciones de «Paisá» al compararlas con los asesinatos del Daesh. No nos fiemos de Becassine porque siempre está en silencio, no nos fiemos de aquello que no responda a la verdad e intentemos encontrarla con la verdad, la verdad de la imagen y no la de la palabra tan arteramente manipulable. La verdad, como dijo Brecht, sólo se encuentra en el fragmento, «»Para mucha gente es evidente que el escritor deba escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita valor.». ¿Cómo lo hace Godard? Usando la verdad de los demás a través de la imagen ajena, de la música ajena, de la literatura ajena. Como viene atrapando su cine desde Histoire(s) de cinema, el fragmento, el corte, la desincronización, la saturación del color, el rótulo, va ayudando a la narración visual mediante un frenético montaje en el que el ojo apenas es capaz de fijar la mirada cuando el plano se rompe, se oscurece, se retuerce, desaparece por otro que le sucede al mismo ritmo. Son verdades fragmentadas, pero no son menos verdades porque unas sean ficción y otras extraídas de la realidad del momento, hasta las imágenes mutadas no pierden ese halo de verdad.
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A Godard no le importa la sincronización de imagen y sonido, de hecho, deliberadamente busca el efecto contrario, que el conjunto no avance al mismo ritmo, que no oigamos todo o lo oigamos con cambios de volumen, de la misma manera que cambia el formato de la imagen en medio de la misma escena provocando esos saltos que descentran nuestra mirada para que, cuando volvemos a sentirnos cómodos, otra ruptura, otro eslabón que se rompe, otro sobresalto, nos obligue a replantearnos lo que vemos. Pese al catálogo de horrores fílmicos y documentales de nuestro pasado siglo XX y del presente siglo XXI, se resiste Godard a cerrar la puerta a la esperanza. El imaginario sultanato de Dofa, carente de petróleo, es el lugar del que puede surgir una revolución de esperanza. Asumiendo que el mundo árabe no interesa, que los musulmanes no interesan en Occidente, que, si acaso, sólo el Islam interesa por el miedo que inspira, regresar a la Arabia feliz es la posibilidad de una recuperación de un ideal, «avivar el fuego de la esperanza» y para ello hay que avivar el fuego del espectador dormido, del lector narcotizado, del oyente pasivo. Godard recrea esa Arabia reencontrada filmando las únicas imágenes creadas ex profeso para la película. Un viaje a Túnez, al mar, a sus gentes, sus calles, su sonido, como colofón a los viajes ferroviarios que le unen a sus antepasados, es el legado de creación directa sin montaje, un alegato a otro mundo posible dentro del presente. El director sigue impulsando la renovación del lenguaje cinematográfico y sigue cuestionando la posición moral del espectador. Estamos muy lejos de los años en que una obra de arte movía conciencias o alentaba cambios, conformémonos con la existencia de artistas radicalmente libres y complejos, seamos duros e inflexibles con nosotros mismos, porque, como decía Brecht, todos tenemos la culpa de parte de lo que nos pasa.
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Título original: Le livre d’image. Francia. 2018.
Director: Jean-Luc Godard.
Guion: Jean-Luc Godard, Nicole Brenez.
Edición: Jean-Luc Godard.
Productora: Wild Bunch.
Intérpretes: Documental.
Presentación oficial: Cannes Film Festival.
Montaje: JLG, Nicole Grenez, Fabrice Aragno, Jean Paul Battaggia.
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