Sentadas en las sillas de respaldo recto de la casa, lloran las plañideras a ambos lados de la cama custodiada por cuatro cirios de misa. Sobre la mesilla, a media luz, un rosario, las copitas mediadas de licor y una taza vacía con unos labios de café perfilados en el borde interior y una cucharita que descansa en el plato. La más chiquita y arrugada entona una triste letanía e intenta ocultar el dolor de su rostro detrás de un pañuelito que huele a lavanda. Una se araña las mejillas y derrama lágrimas con desconsuelo. Otra, gemebunda, se tira de los pelos. Las demás llevan un pañuelo negro en la cabeza y lloran con el corazón roto. Desgarradamente.
En el centro del lecho, sobre las sábanas de hilo, ríe, alborozado, un rollizo bebé envuelto en una manta.