No le interesa la televisión. Se pasa las horas observando lo que ocurre en el trozo de mundo exterior que enmarca la ventana. El único mundo al que tiene acceso. Es el precio que debe pagar por la soledad, vivir en un tercero sin ascensor, el accidente de moto. Por eso conoce hasta el último detalle del paisaje que se extiende desde los corrales hacia el campo. Identifica a cada gato que se encarama a los muros o que dormita bajo la sombra de la higuera. Cree reconocer y diferenciar a los gorriones que acuden a saciar la sed en el bebedero que el vecino siempre mantiene lleno. Sabe las rutinas del perro que malvive en el corralón de enfrente. Controla el horario de cada una de las personas que corren, caminan o pasean por el sendero que comienza donde acaba el asfalto: a qué hora van, a qué hora vienen. Su único aliado, unos prismáticos.
Observa a través de la ventana una rutina que apenas deja espacio al más mínimo cambio y eso le transmite sosiego y le otorga la sensación de un inmenso poder. Es capaz de anticipar con poco margen de error lo que va a ocurrir en cada momento del día, como si además de la meticulosa y prolongada observación, hubiera desarrollado un sexto sentido. Sin embargo, hoy, hace unos segundos, todo su sosiego y todo su poder se han venido abajo, su capacidad para anticipar de nada le ha servido. Ese mundo único y controlado que delimita la ventana se ha descompuesto en algo irreconocible cuando a través de los prismáticos se ha visto a sí mismo caminar por el sendero.