Como cada madrugada sobre las dos, el ruido de unas cadenas arrastrándose por el suelo despierta al rey Macbeth. Al abrir los ojos nota cómo se le congela la sangre al ver al fantasma de Duncan, el monarca asesinado, atravesando el muro de sus aposentos.
—Qué hay, Macbeth —resopla la sábana blanca mientras toma asiento en la cama—. No podía dormir. ¿Va todo bien? Esas ojeras, chico, mmm, te hacen parecer viejo.
—¡Otra vez no, ten compasión! —implora subiéndose la manta hasta la nariz—. Tienes que asumir de una vez que estás muerto. Esto no es vida, ni para ti ni para mí.
—No me apetece todavía —responde el fantasma, echándole su aliento gélido en la cara—. Me estoy divirtiendo mucho fastidiándote.
—Así no se puede reinar —protesta débilmente el rey Macbeth—. Mañana temprano tengo una partida de caza y llevo toda la semana en vela por tu culpa…
—Ah, ¡se siente! No haberme matado —zanja el fantasma, cruzándose de brazos—. Vas a pagar caro haberme arrebatado el trono. —Y susurrándole al oído «so memo, los fantasmas no existen; solo soy tus remordimientos» desaparece entre las sombras.
Afuera se oye el canto del gallo.