En los cuadros críticos del pasado festival de Cannes la última película de Albert Serra consiguió, valorada por una treintena de críticos internacionales, un 8,53 de nota media. Es Serra un director muy arriesgado y muy complicado en sus propuestas, es su cine un cine de autor en estado puro, con sus ventajas y sus desventajas, pero con La mort de Louis XIV alcanza un nivel superlativo que se vislumbraba en su anterior Historia de la meva mort, manteniendo intacta esa individualidad extrema a la hora de concebir una obra de arte retratando los últimos días del Rey Sol, y reafirmando su carrera con una película apta para todos los públicos, sin renunciar por ello a su íntima radicalidad formal y de contenido.
Es La mort de Louis XIV una película más complicada de explicar, de transmitir, que de ver, porque es en la escena, en la planificación, en la iluminación, en la interpretación, donde se encuentra su absoluta valía. Resulta asombroso, y es puro mérito de creación, que una película de casi dos horas, desarrollada en el reducido espacio de un dormitorio, anclado el personaje principal a una cama en la que pasa sus últimas horas de vida, con diálogos contenidos, fugaces, mínimos, donde el núcleo de atención es el tratamiento por parte de médicos dedicados a alargar esa vida hasta el máximo posible, que la película transcurra como en un suspiro, con la misma levedad que desaparece una vida, por insigne que ésta haya sido para crear la forja de un imperio y la grandeza de un país a base de guerras, muerte y destrucción. La consecución de un espacio reducido donde se siente la muerte, se huele la putrefacción de un miembro, los humores de un enfermo, un espacio insalubre lleno de miasmas que trata de mantener la normalidad dentro de un escenario que se derrumba y que dará paso a una nueva corte, a unos nuevos favoritos, a unas nuevas cortesanas. La normalidad dentro de la incertidumbre.
Y se advierte la escasez de medios, el presupuesto nada expandido, la contención del lujo para recoger y utilizar lo esencial para la historia. Con planos medios y primeros planos se evita la creación de un decorado suntuoso de película de época, no hay que mostrar palacios ni séquito, basta cuidar los detalles mínimos, pelucas y media docena de trajes, una cama y un lenguaje cortesano donde cualquier intervención sobre un cuerpo moribundo exige pedir permiso al señor y pedirle disculpas después de tocarle, porque aún moribundo, Luis XIV sigue siendo el rey que todo lo puede, incluso a las puertas de la muerte sigue ordenando y disponiendo de la vida de sus súbditos, de su propia hacienda y de la del reino, morir con toda su corte más cercana a los pies de la cama, rodeado de las que fueron sus amantes, asistir a las conversaciones llenas de envidia de los diferentes médicos que, infructuosamente, tratan de revertir una gangrena sin cortar un miembro de su majestad. Y los actores.
La presencia de Jean Piérre Léaud, el mítico actor de la nouvelle vague, el icono contemporáneo creado con el personaje de Antoine Doinel, acaparando la pantalla, mostrando la decrepitud progresiva del avance mortal de una enfermedad sin solución, una agonía que para el propio actor ha debido suponer un reto personal a sus 72 años, cercano a la edad a la que murió el personaje real, sin necesidad de un maquillaje que intente igualar el rostro al de los cuadros de Rigaud o al busto de Bernini, el actor asume e integra el personaje de manera regia, contenido en el gesto, con la mirada, dirigiendo y dirigiéndonos las interrogantes que se le abren ante la realidad imparable, sin exagerar un final propicio al exceso, apagándose progresivamente hasta desaparecer. Un actor secundado de manera admirable por los médicos interpretados por Patrick d,Assumçao (doctor Fagon) y Marc Susini (Mareschal), en un conveniente segundo plano, asistentes a menudo enmudecidos por las circunstancias, sobrepasados por la imposibilidad de contener el desenlace, opuestos a la invasión de su terreno por los médicos de la Sorbona, observados con recelo y, al tiempo, respeto.
«La próxima vez lo haremos mejor» es un epitafio perfecto para la película, eso dice su médico tras practicar una autopsia en la que el cuerpo putrefacto del rey es expuesto en su absoluta humanidad nada divina, pero también es una indicación de un deseo que puede alcanzar al propio director, como una expresión de su aspiración a que la próxima película sea mejor que la anterior, como viene haciendo progresivamente desde sus áridas y difícilmente inteligibles Honor de Cavallería y El cant dels ocells hasta esta absoluta maravilla pictórica, un prodigio de iluminación y puesta en escena con recursos desplegados aparentemente mínimos, donde se tocan los cuadros de un Latour o un Rembrandt con esa iluminación que parece la de unas velas en un palacio de los principios del siglo XVIII y en la que, de manera sorprendente, tras todo ese alarde de compatibilidad temporal de lo que se ve y se oye con el momento en que transcurre, Serra introduce una música de Mozart. ¿Por qué? No tengo respuesta, pero la belleza de la pieza y la mirada de Jean Pierre Leaud hacen posible lo que no pudo ser. Una película para deleitarse en la contemplación.
Ficha técnica