La mañana en que Gregor encontró una cucaracha agazapada entre los pliegues de la cortina de su ducha, temblando ante su cuerpo desnudo, al principio se asustó un poco; pero en seguida se recompuso e hizo con ella lo que hacía con todo aquél que entraba en su piso: tener relaciones sexuales. Ni siquiera fue su peor experiencia. Aún recordaba el día en que abrió los ojos para descubrir que se había acostado con un huracán, cuando encontró su cama llena de ruinas de mundos ya arrasados por las lágrimas. Lo peor de copular con huracanes era que desperdigaban trozos de cuerpos ajenos y le dejaban a uno el cuarto lleno de basura. Lo guardaban todo adentro, bien sujeto en el vórtice de su espiral, hasta que en el momento del clímax soltaban las riendas y salpicaban el lecho con ecos de voces paternas, de risas pueriles, de humillaciones secretas. Detrás de su puerta, Gregor había encontrado manos sangrantes que las niñas de ayer se amputaron después de masturbarse, y que, años después, habían dejado caer junto a él. Al menos la cucaracha se había limitado a morir, desintegrada enteramente por el roce; de su cuerpo no había quedado nada, ni una mota de polvo que Gregor pudiese recordar o retener.
Al verlo desnudo, el insecto había temblado por la anchura de su espalda, que proseguía hasta comerse parte de sus hombros, y así daba la impresión de que tenía una espalda muy ancha cuando, en realidad, sólo tenía los hombros poco marcados. Por la curvatura de su torso, parecía que Gregor siempre estuviese abrazando algo. Cuando caminaba solo, abrazaba el aire; si lo hacía con otros, abrazaba su amistad, o bien su odio. Cuando paseaba con sus hijos por la calle, como acostumbraba a hacerlo ahora, parecía mecerlos pese a que no los tocara, pues envolvía la atmósfera en la que los niños rozaban las paredes y miraban los semáforos. Durante el acto sexual, era como si Gregor escalase a pulso una montaña, y sus amantes nunca supieron si era hambre o vértigo lo que lo empujaba a no querer descolgarse jamás. A veces lograba escalar y bucear al mismo tiempo, y entonces anunciaba a los cuatro vientos que todo en esta vida —la virtud tanto como la enfermedad— se transmitía por vía sexual.
Pero ahora todo esto había cambiado. Lo que siempre fue una adicción se había convertido en un milagro. El sexo sólo lo visitaba de manera ocasional, pero cuando lo hacía bajaba directamente del cielo —debía hacerlo, a lomos de un sátiro alado— pues era imposible que tanta belleza y tanto goce todavía pudieran residir en su cuerpo. Gregor ya vivía al nivel de las baldosas, de las vajillas, de las estanterías de fruta de los supermercados. Dudaba constantemente de si estaba perdiendo el pelo, de si estaba engordando, de si había empeorado su olor corporal. Paseando con su mujer, se detenía frente a las tiendas de mascotas y se preguntaba si esas cobayas tendrían suficiente hierba para comer. La emoción le embargaba cada vez que escuchaba una frase que anudaba a padres con hijos y a maridos con esposas. De sus propios hijos, lo único que deseaba era que disfrutasen de la suerte que les permitiese ser buenas personas. Cuando se cruzaba con muchachas de veinte años, pensaba que necesitaban ayuda. Se entristecía mucho cuando un insecto asomaba sus antenas tras las patas del sofá.