Es un hecho que toda película de terror que parta de una premisa atrayente puede llevar al espectador, en principio, un poco más lejos de lo habitual. Pero también es verdad, para qué negarlo, que cuando, en mi caso, me enfrento a nuevas muestras del género suele ser habitual que me asalte un ya conocido nihil novum sub sole. Enseguida resulta fácil saber en qué categoría entran la mayoría de ellas. Sin embargo, excepcionalmente, en los dos o tres últimos años, recuerdo con cierta alegría haberme topado con una triada de cine de horror puro, imprevisible y desolador. Me refiero a The Innocents (Eskil Vogt, 2021), Speak no evil (Christian Tafdrup, 2022) y Resurrection (Andrew Semans, 2022), para mí, y con certeza, las últimas tres obras maestras del género en mucho tiempo. Parecía que este año, próximo a terminar, iba a constituir una triste excepción… hasta hace apenas unos domingos. Y por esta historia debo comenzar.
Tal como acostumbra a ocurrir ese día tan señalado de la semana, aproveché para ver con mi padre algo que, en el peor de los casos, solo nos entretuviese. Escogimos, para esa ocasión, una película de este mismo año que llevaba por título Cuando acecha la maldad, escrita y dirigida por el cineasta argentino Demián Rugna. Parece que la crítica era benévola con ella, aunque portaba, como argumento básico, la manidísima cuestión de las posesiones. La enorme ola de nuevas películas del subgénero, todas ellas influidas por la extraordinaria El Exorcista (William Friedkin, 1973), que se extendió desde mediados de la década de 2000 hasta la década de 2020, había supuesto su propio agotamiento. Existían, en la retina del espectador, tantas escenas de mujeres que hablaban con voces distorsionadas, se desempeñaban en inverosímiles flexiones de espalda o trepaban por paredes escaleras que las imágenes ya no eran, en absoluto, impactantes. La degradación del subgénero era tal que casi en las postrimerías de este 2023 hemos podido asistir, todavía, a dos incapaces ejemplos del calado de El Exorcista del Papa (Julius Avery) y El Exorcista: Creyente (David Gordon Green).
Así es que, para inquietar de verdad al público, cualquier cineasta que se preciase tenía que encontrar un nuevo enfoque. Si la asombrosa película de terror Cuando acecha la maldad, escrita y dirigida por Rugna, supone un punto de inflexión, es quizá porque su enfoque, mejor y sin duda más innovador, es el de confrontar al espectador con un mundo de enfermedades demoníacas; con una pesadilla febril (con esos planos generales aéreos que tanto recuerdan a la inmensa True Detective), perturbadora por demás, cuyo mundo difícilmente se parece a nada que hayamos visto antes. Este es un mundo donde la posesión no es algo impactante y único, sino que se trata de una situación caótica en la que ya no hay jovencitas que insulten gravemente a sacerdotes, ni zombies que, poseídos por algún motivo que desemboque en simplistas dogmas ecologistas, sino embichados o encarnados (la enfermedad es, además, doble: vírica y paranormal) y la gente acude a expertos (apodados limpiadores) para vencer a los demonios y evitar que se propaguen. Si se encuentra un embichado, se nos muestra en la película de Rugna, en cualquier ciudad de la tierra, vale más deshacerse de su espíritu correctamente o se desatará, literalmente, el infierno. Y ahí es donde arranca Cuando acecha la maldad.
Vayamos, pues, al principio: dos hermanos, Pedro (Ezequiel Rodríguez) y Jimi (Demián Salomón), que viven en un remanso agrícola argentino, descubren el cadáver de un limpiador que se dirigía a su propio pueblo para exorcizar a un ser querido, poseído por el demonio, que una familia del lugar tiene en su casa. No hay aquí ningún preámbulo en el que alguien tropiece accidentalmente con un artefacto maldito –p.e.: El color que cayó del cielo– o lea en latín las palabras de una oración terrible, encuadernada en cuero –pongamos a la manera de Posesión infernal (Sam Raimi, 1981)-, sino que Rugna se lanza, con concisión, a la carne de las pesadillas que se avecinan, representadas por Uriel –el hecho de que este joven infestado porte el nombre del arcángel encargado de los templos de Dios ya nos permite hacernos una idea de lo que Rugna está a punto de contarnos- un hombre hinchado que rezuma líquido verde y está cubierto de pústulas palpitantes. Pedro y Jimi abandonan su granja y se dirigen a toda velocidad a la ciudad cercana para llevarse a los hijos de Pedro, incluido su hijo autista Jaime (excepcionalmente interpretado por Emilio Vodanovich), pero ya es demasiado tarde. Sabemos que no habrá compasión por los supervivientes, pues el Mal, con mayúsculas, digamos el Mal en su puridad, está al acecho y nunca hace prisioneros.
Los hermanos tendrán que intentar escapar de un demonio que les pisa los talones y que se extiende como lo haría un virus. Solo en los primeros tres cuartos de hora, el cine de Rugna ya brilla con luz propia. No es exagerado decir que hay momentos en esa primera mitad que permanecen en el recuerdo del espectador mucho después de que la película haya terminado. Sin estropear los sobresaltos y el horror, Rugna no teme coquetear con muertes tabú y mostrar imágenes que nadie se espera (y que probablemente ni siquiera desee ver). En pleno 2023, un cineasta consigue todavía sorprendernos. Hay una escena en particular, a mi juicio ya mítica, en la que está implicado un perro, que merece la pena mencionarse. Uno es consciente, cuando da comienzo, de que algo terrible está a punto de suceder. El encuadre utilizado, además, no se molesta en esconder el hecho de que, en efecto, esperamos algo horrible. Pero entonces la escena empieza a desarrollarse y dura más de lo previsto. El suspense aumenta, uno se pregunta qué va a ocurrir. Cree tener una idea, pero no está completamente seguro. ¿Es acaso una farsa? ¿Un simulacro? En ese mismo instante, el horror sucede, se da. Demián Rugna golpea al espectador en lo más profundo, llevándole al visionado de una secuencia que le perseguirá en los días venideros. Esto, desde que el cine es cine, se llama sabiduría para el manejo del horror, y además del más alto nivel. Por fortuna, en lo que al reparto se refiere, los dos protagonistas, Rodríguez y Salomón, están sin duda a la altura.
No solo son capaces de expresar el terror que sus personajes, por otra parte hiperrealistas, experimentan a lo largo de la película, sino que la química entre ellos nos convence de que en verdad el vínculo entre los hermanos podría ser real. Sabemos que uno haría cualquier cosa por el otro. Es cierto que el cine de terror no es siempre un género conocido por sus grandes interpretaciones –porque, o sancta simplicitas!, esto no es necesario- pero tampoco se le puede negar al director de casting su sapiencia al elegir a estos dos actores que dan lo mejor de sí mismos en la película. Pero veamos ahora qué ocurre en la segunda mitad de Cuando acecha la maldad, en la que nos preocupa, quizá porque con este género algunos estamos siempre alerta, que Rugna pueda caer presa de algunos errores clásicos. Intuimos que es posible que tenga lugar la temida explicación de las reglas de este mundo, por ejemplo qué son los limpiadores, cómo se propaga el mal exactamente o qué ocurrirá, una vez abiertas las puertas del infierno. En fin, lo cierto es que la exposición de las reglas no solo se presenta de manera que no hace descarrilar el ritmo de la película –aunque descienda su intensidad inicial-, sino que la forma en que Rugna da cuerpo al mundo presentado en pantalla, así como al misterio y confusión que se perciben desde el principio, no hace sino aumentar el horror. Cuando cae el telón, al final del último acto, seguimos confundidos. Ahora ya lo sabemos: la película de Rugna deviene inmoral zambullida en el Infierno en la Tierra, su nihilismo nos golpea en lo más profundo y la sensación postrera es que transitamos por una avenida de la desolación, si se me permite utilizar la bella expresión de Dylan.
Rugna ha reconfigurado la posesión demoníaca como un brote vírico –al espectador le resulta familiar este símil pandémico, después de los horrores desconocidos de la Covid 19- y demuestra ser cualquier cosa menos un director de cine de terror de un solo truco. Al desafiar todos los límites imaginables del buen gusto –venerables ancianas llenas de una sabiduría que es, para nosotros, incomprensible (otro personaje colosal, el de Mirtha, interpretado por Silvina Sabater), niños de apariencia inocente, sentados en sus pupitres de la escuela, pero con malignísimas intenciones, madres que devoran los sesos de sus propios hijos o animales que enloquecen (ah, sí, el terror se inicia en ellos, como en las peores pesadillas de Machen o Lovecraft)- el villano que ha diseñado Rugna, ese mal invisible pero muy tangible, que a todos rechaza, destruye la seguridad de cualquier escondite. Puede que los estómagos más débiles rechacen los estallidos de furia despiadada que nos dispone Demián Rugna. Sí, quizá es demasiado que el Mal, devenido virus mortal, salte de un huésped al otro. La cámara del cineasta se niega a apartarse de las imágenes grotescas que muestran actos de violencia inquebrantables, por mucho que, en el fondo y en silencio, se le ruegue que lo haga. La historia es un efecto dominó de inocentes que encuentran destinos horrendos, mientras las heridas manan ríos de sangre. Abundan también no pocas astucias escalofriantes: Pedro no sabe si un demonio está usando el autismo de Jaime como tapadera, porque los deseos diabólicos no respetan fronteras; de repente, nos preguntamos si estamos ante un nuevo ataque de Los chicos del maíz que, como en el magnífico relato de King, tratan de engañar a los protagonistas.
El demonio vírico, este Mal en puridad, se oculta en los cuerpos humanos, manipulando sus comportamientos para sacar provecho de otros personajes. El dominio de Rugna sobre la agonía visual es una suerte de festín, digamos de una imaginería maldita, en el que los cadáveres destrozados son la norma, deformes y rotos por caídas desde ventanas de segundo piso o abiertos por heridas de hacha que se autoinfligen. El extraordinario equipo de efectos especiales de Rugna pretende sobresaltar al público hasta que caiga rendido, y puede que lo consiga, dependiendo de su tolerancia a la narración. Cuando acecha la maldad es una historia de posesión que, a diferencia de lo que suele ser habitual en los estilemas del género, que empeora tanto más cuanto que Pedro y Jimi intentan escapar de ese Mal, aparentemente ineludible, que se extiende como un apocalíptico reguero de pólvora. El punto álgido de la segunda mitad, por cierto, es la búsqueda de Uriel, llamémosle el paciente cero, por parte de Pedro y Mirtha, que les lleva a un colegio lleno de niños espeluznantes sacados directamente de El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) o ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976) y que termina con un sufrimiento que Rugna orquesta con mano segura y espeluznante. Los niños corruptos, ya por siempre embichados, aplauden en un círculo vertiginoso, mientras su madre yace herida e inmóvil («Al mal le gustan los niños, y a los niños les gusta el mal», la frase que se pronuncia en ese instante, es un dicho antológico).
Los pintorescos entornos suburbanos se convierten en el caldo de cultivo de un odio que se niega a dejarnos recuperar el aliento, antes, al menos, de que continúe la asombrosa brutalidad. Rugna incorpora incluso el folclore y la mitología a las reglas para matar demonios que siguen Jimi y Pedro, lo que establece esa dinámica tan importante en una película de terror en la que otros personajes frenéticos ignoran las instrucciones y lo empeoran todo. Hay una brusquedad general y una imprevisibilidad despiadada que nos mantiene en vilo y ahoga nuestros sofocos todo el tiempo. Cuando acecha la maldad posee una intensidad tangible, desgarradora, bellísimamente rodada por la excelente panorámica de Mariano Suárez, pero también ayudada por la banda sonora de Pablo Fuu y el ritmo tenso del montador Lionel Cornistein. «Las iglesias están muertas, señora», escuchamos pronunciar, para inquietud nuestra, a uno de los protagonistas. Y desde ese momento sabemos que el abandono de la religión y la recepción, en su defecto, del materialismo de este siglo, no solo no servirá para aplacar el mal, sino que puede ser su propia causa. Los temores contemporáneos –incluso si tienen que ver con infecciones contagiosas-, el resquebrajamiento de los lazos sociales y la desesperanza ante la propagación de la calamidad terrenal necesitan de la religión. Estoy convencido de que los sacerdotes Merrin y Karras coincidirían en esto.
Caben, es verdad, diversas interpretaciones, aunque esto no sea lo que preocupa a Rugna. Él mismo afirmó que se inspiró, en parte, en una serie de noticias sobre el uso de pesticidas en comunidades rurales argentinas, donde la incidencia del cáncer infantil se había disparó, debido precisamente a ese uso. La indiferencia burocrática hacia las víctimas, así como la sensación de que su sufrimiento carecía de importancia al lado del potencial de beneficios, fue lo que movió a Rugna a diseñar esta historia en torno a las formas en que las instituciones fallan a las personas, y lo fácil que es ignorar un problema hasta que te afecta personalmente. En Cuando acecha la maldad, queda claro, desde el principio, que existen sistemas gubernamentales oficiales para hacer frente a los encarnados –se diría que son, de hecho, un problema conocido, con soluciones conocidas-, pero las personas que deberían ocuparse de tales contingencias los ignoran porque no tienen ningún sentido de la responsabilidad personal. Todo el horror que está a punto de sucederse ante nuestros ojos podría haberse evitado si la gente se hubiera limitado a hacer su trabajo. Pero Rugna, en su desaforado nihilismo, tampoco exime de responsabilidad a los ciudadanos. Sabemos que existen siete reglas para evitar la posesión, sencillas y claras, pero que también conllevan no pocos inconvenientes. Una de ellas es evitar la electricidad, ya que la fuerza demoníaca parece viajar por campos eléctricos; empero, pocas víctimas potenciales quieren dejar atrás las comodidades modernas. Para los habitantes de una comunidad afectada es más fácil negar la existencia del problema que cambiar su estilo de vida. Se trata de una metáfora que podría extenderse a un gran número de situaciones familiares, aunque no entraré en ellas ahora. A fin de cuentas, esta no es una película diseñada para amonestar o sermonear. Rugna se limita a utilizar la naturaleza humana para asegurarse de que el público reconozca y comprenda cada una de las decisiones que toman estos personajes. En esta película no hay tópicos a los que el espectador pueda enfrentarse, sino una frustración palpable por la forma en que los personajes dejan que sus propios complejos, prejuicios, preferencias y miedos se interpongan en cualquier posible huida.
El Mal que se esconde tras los embichados tampoco es incomprensible ni simplista. Tiene un objetivo específico y comprensible, que se desvela desde el principio y se desarrolla con detalles espeluznantes que contribuyen a la sensación de que esta historia tiene lugar en un mundo real, pensado y cuidadosamente planificado. El demonio es extraño en su comportamiento y sus habilidades, pero siempre queda claro cuál es su objetivo y por qué todos los demás en la historia deben luchar contra él. Las preguntas que Rugna deja abiertas son conscientes, diseñadas para profundizar en el misterio y subrayar la amenaza. Y la mayor parte de las exiguas respuestas que da no hacen sino aumentar la tensión, puesto que su visión de conjunto, a menudo seria y descarnada, del mundo real que se ofrece aquí nos muestra que gran parte del horror tiene lugar a plena luz del día en un mundo que no difiere del nuestro. Y hay algo mucho más incómodo, al menos en el cine, en el terror diurno. Después de contemplar la temerosa reacción de una mujer embarazada ante una cabra de apariencia normal, el realizador y guionista nos dice todo lo que necesitamos saber. Tampoco estamos seguros de cómo afectará el demonio a un ser humano, pero sí vemos lo que esa mujer está dispuesta a hacerse a sí misma y a su marido, con un hacha, para escapar de él. Cuando la película vuelve sobre sus pasos para mostrarnos lo que le ocurre a un animal, los resultados son estremecedores como solo una mitología tan fascinante y original podría serlo. La violencia espeluznante que Rugna muestra se ejerce sobre animales y niños y, por eso, Cuando acecha la maldad no perdona a nadie la crueldad de su mundo.
Sin embargo, Rugna es honesto en sus golpes, en tanto que extensiones naturales del carácter y el contexto, y por eso contribuyen a crear una atmósfera sombría y desesperada. La suya no es una película plagada de personajes expertos en el género o regidos por una lógica fría, sino que, más bien, obran llevados por la emoción, el impulso e incluso la negación de que el hechizo de una podredumbre tal pueda caer sobre su comunidad rural. Al retratar un mundo que se ha vuelto permisivo con sus propias protecciones, el filme de Rugna alcanza un inquietante nivel de verdad: se trata de rastrear las consecuencias de los fallos humanos hasta su extremo absoluto. ¿Cuál es, entonces, ese extremo? Podríamos decir que, en la mayoría de los casos, el cine de terror establece una serie de límites de los que rara vez sale, y uno de los más frecuentes es que, por muy horripilante que sea lo que tendrá lugar en pantalla, los niños y los animales siempre van a estar a salvo. Lo cierto es que, en la película de Rugna, todo y todos están en la línea de fuego, y eso es, casi siempre, difícil de soportar. A medida que avanza la narración y se van introduciendo más personajes en esta diabólica miscelánea, tanto en su centro como en las periferias, Cuando acecha la maldad va desgranando las especificidades de su entidad global y los medios por los que puede o no ser detenida. La exposición es, a menudo, la muerte del ímpetu en el terror, pero Rugna se maneja con sapiencia y, por eso, cada secuencia se alimenta directamente de la siguiente e informa con precisión de lo que está a punto de suceder, de manera que nunca parece que la historia se detenga para recuperar el aliento, asegurándose de que se precipitará, acto seguido, a su siguiente escena de horror. Debemos ser claros: Cuando acecha la maldad es, sin duda y por todo lo anterior, una de las películas de terror más originales de los últimos tiempos y posee un argumento lo bastante convincente como para apagar las luces eléctricas, por muy aterradora que sea la oscuridad, sobre todo si uno se encuentra en mitad del campo.
Ficha técnica |
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