Aunque la libreta es de bolsillo, ya sabe que le van a sobrar muchas hojas. Ha tenido que hundirse el mundo para darse cuenta de que el suyo propio, el que creía ilimitado, es tan reducido como lo que ve una y otra vez en la lista de nombres que, a uno por página, ocupa un total de catorce. A estas alturas ya no sabe si eso es bueno o malo, si no es mejor así: poco pero bueno.
En cada una de las pocas salidas que ha hecho desde que comenzó el derrumbe —tienda del barrio, farmacia, cajero automático, biblioteca, taller mecánico y poco más—, ha ido anotando ciertos encuentros, aquellos en los que ha tenido que reprimir el deseo o la necesidad y cumplir con lo que debe; en otros muchos ni siquiera ha recordado que llevaba una libreta en el bolsillo de la camisa.
Después de tantos meses de distancias, parece que ha llegado el momento. Repasa minuciosamente cada nombre y si se trata de besos, abrazos o ambos a la vez. Echa cuentas. Hay personas de abrazo ligero, otras de abrazo estrecho y sostenido: dos segundo en el primer caso; seis en el segundo, incluso hay uno de ocho y otro de diez. Lo mismo ocurre con los besos, los hay de un segundo y los hay de tres. Multiplica el número de encuentros por los segundos que corresponden al beso o al abrazo y anota. Desde el primer día se prometió que no iba a perder ni uno solo. Y con cada persona de la lista, piensa recuperarlos en su próximo encuentro.