A todos, en alguna ocasión, nos ha sucedido. Hemos sido testigos de algo insólito -en casa, en el trabajo o en mitad de la calle- y hemos sentido la necesidad de correr y contárselo a alguien; incluso de animarlo a que viniera a comprobarlo, con insistencia y premura. Lo peor ha ocurrido después, cuando el hecho, protagonista o materia ya no se hallaba en el mismo lugar y hemos tratado de asegurar que, hasta hacía un momento, estaba allí. La otra persona suele mirarnos con incredulidad y desconfianza, mientras nosotros nos empeñamos en dar atropelladas explicaciones, que sólo incrementan las posibilidades de que nuestro oyente concluya que deliramos o mentimos.
Este tipo de circunstancias pueden convertirse en meras anécdotas que no trasciendan, ni perduren más allá de la contrariedad de quedar en entredicho ante el otro. Sin embargo, la situación cambia cuando se trata del hallazgo de un cadáver en el suelo de una juguetería, en plena noche y en una ciudad a la que acabas de llegar; sobre todo, si al volver con la policía, en vez de la mencionada juguetería encontramos una tienda de ultramarinos donde, por supuesto, tampoco hay rastro del difunto. Es el caso de Richard Cadogan, el desdichado protagonista, que comenzará sus vacaciones en Oxford de una forma un tanto siniestra, y que se dedicará a indagar en la cuestión y a descubrir las dimensiones del suceso. Para ello, contará con un viejo amigo, profesor de literatura inglesa y detective aficionado, cuyo nombre es Gervase Fen.
Para los seguidores de Edmund Crispin (1921-1978), Gervase Fen no será ningún desconocido, sino el personaje que resuelve asesinatos en sus novelas policíacas.
Cascarrabias, obsesivo, grosero, imaginativo, impaciente y excéntrico. Se basa en sus intuiciones para elaborar teorías que, más tarde, tiene que probar con evidencias. Ataviado con su enorme gabardina y un característico sombrero, conduce un deportivo rojo al que llama “Lily Christine III”. Vive en una habitación del Colegio St. Christopher’s (institución ficticia, situada junto al St. John’s College), repleta de estanterías de libros que ha leído en su totalidad. A menudo, cuando algo le sorprende demasiado, pronuncia la frase “¡por mis patas de conejo!”, que se repite en “Alicia en el país de las maravillas” (Lewis Carroll, 1865). Aparece en nueve novelas y dos libros de cuentos publicados entre 1944 y 1979. En definitiva, un ejemplar peculiar y difícil de olvidar.
“La juguetería errante” (1946)[1]CRISPIN, Edmund. 2011. La juguetería errante. Madrid: Impedimenta, 312 pp. es la tercera novela de Robert Bruce Montgomery, cuyo pseudónimo –ya citado- fue tomado de la obra de Michael Innes (1906-1994). Montgomery ocupa un lugar de honor en el género negro clásico, pero también se dedicó a componer. Participó en las bandas sonoras de más de cuarenta películas y documentales. Menos conocidas -y reconocidas- son sus óperas y su música eclesiástica. En cuanto a su obra literaria, señalamos “El misterio de la mosca dorada” (1944), “Trastornos sagrados” (1945), “El canto del cisne” (1947) y “Trabajos de amor ensangrentados” (1948); así como, sus colecciones de relatos “Cuidado con los trenes” (1953) y “País del pantano” (1979). Aseguraba que lo que más le gustaba era nadar, fumar, leer a Shakespeare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos. No le agradaban los perros, ni el psicoanálisis; tampoco las películas francesas e inglesas modernas, ni el teatro contemporáneo. Murió en 1978 de un ataque al corazón.
El punto de partida de la novela que nos ocupa no deja indiferente a nadie y logra que el receptor se traslade a dicho escenario, quedando postrado en el asiento, temeroso y atónito a partes iguales. Los acontecimientos se desarrollan entre las diferentes hipótesis y el contraste de las mismas, la presencia de participantes y sospechosos que encadenan testimonios un tanto desconcertantes, y las persecuciones por las calles de la ciudad. Todo ello, conforma una historia tan entretenida, como original; con un ritmo que no cesa, que provee a la trama de saltos y equilibrios constantes, muy alejados de la linealidad y de descripciones tediosas. El tono humorístico y las continuas alusiones literarias a obras y autores de todos los tiempos (Shakespeare, D.H. Lawrence, Jane Austen, George Meredith, William Wordsworth, entre otros) le dan un sentido más vasto, donde el lector elige si desea seguir explorando ese abanico de conocimiento que se plantea a modo de juego, o aceptar las notas a pie de página como una seña de identidad de Edmund Crispin.
Los desencadenantes son una herencia y la estrategia para repartirla, fruto de la mente socarrona de una anciana apasionada de los poemas absurdos de Edward Lear (1812-1888). Ésta es la clave para desenredar la madeja y sus implicados deberán poner atención a rimas y métricas que buscan la carcajada, pero que enmascaran el hilo conductor de todo el relato y su tragedia. Al final, aunque los afortunados ni siquiera soñaran con ese regalo accidental en forma de dinero contante y sonante, cada uno de ellos ha planificado un futuro y ha sido presa de la ambición. Unos y otros tienen suficientes motivos para ser considerados sospechosos de un crimen mal organizado o, quizás, víctimas de la torpeza de alguno de los interesados. Sobre todos recae la sombra de la duda; no obstante, como es natural, siempre hay personajes que nos cautivan con su atractivo y hacemos lo posible por apartarlos de la suposición de culpabilidad. Acaso, ¿no es ese uno de los encantos de las novelas de detectives?
Para terminar, subrayar que “La juguetería errante” está constituida por episodios rocambolescos, que combinan a la perfección la comedia llevada casi a la farsa con el más puro carácter británico. Crispin (o Bruce) traspasa el concepto del “misterio en el cuarto cerrado”, ya que lo hace desaparecer y resulta imposible buscar ni una sola pista en él. Así, el tablero es más difícil de definir y, por tanto, también se complica el movimiento de cada ficha. Si el lector está interesado en una estructura muy formal, que cumpla el Decálogo de las Reglas de la Ficción Detectivesca (Ronald Knox, 1929), se llevará una absoluta decepción. Si, por el contrario, se siente atraído por la sorpresa y la extravagancia, ésta puede ser una buena forma de iniciarse en el mundo de Edmund Crispin y Gervase Fen.
Título: La juguetería errante |
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Referencias
↑1 | CRISPIN, Edmund. 2011. La juguetería errante. Madrid: Impedimenta, 312 pp. |
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