Cada tarde, de vuelta a casa, paso frente al viejo café, inmutable al discurrir del tiempo, anclado en aquellos primeros años del siglo XX, decrépito y emotivo, anacrónico e imprescindible. Alguna vez he cruzado ese umbral al pasado para tomar el café que sigue ofreciendo en el modelo de «cafetera» que Melitta Benzt patentó en 1908, mientras me entrego a la nostalgia entre viejas fotografías, mobiliario antiguo, lámparas de luz amarillenta, y dos camareros tan eternos como el propio café.
Un atractivo más me ha seducido durante la última semana: la joven que cada tarde me saluda con una sonrisa, levantando su taza tras el cristal recargado de adornos esmerilados que enmarcan el nombre del café. Es una mujer muy hermosa, de piel tan fina que parece de porcelana, labios de rojo intenso, ojos de un azul transparente, y tan a juego en su indumentaria y en su peinado con la solera del evocador local.
Hoy he decidido devolverle el saludo y pedirle permiso para tomar un café sentado a su mesa. Quizá sea este encuentro en el «pasado» el comienzo de algo para el futuro. Con la taza de café humeante en la mano me dirijo hacia el ventanal donde se encuentra la joven; un biombo de mimbre enmarca un espacio reservado con vistas a la calle. Confieso que el corazón me late rápido, y las mariposas, tras años dormidas, vuelven a revolotearme en el estómago. Aparto ligeramente el biombo y… la taza se me escapa de las manos y se estrella contra el suelo. El añoso camarero que da cuerda a «la joven» se estremece con el estruendo.