Primera entrada en este blog, primera colaboración con Amanece Metrópolis, con ánimo de perdurar y, porqué no, de entrar en conversación con el resto de compañeros que seguirán en las semanas sucesivas y que escribiremos desde España (o lo que quede de ella), Argentina y Méjico. Tampoco comprendo muy bien cómo, recién desembarcado en el mundo del blog haya gente dispuesta a dejarme escribir a las primeras de cambio en otro tan bien estructurado y presentado como éste, vosotros, “amanecidos”, sabréis a lo que os arriesgáis, por si acaso dejo claros mis principios y me remito al título de la entrada, entre el usurpador y el estafador hay una débil línea separadora que no estoy dispuesto a explicar, que nadie diga después que me falta conocimiento, me falta análisis o no se de cine. Por si acaso ya me llamo yo estafador y así todo el mundo sabe a lo que se expone.
David O,Rusell se ha convertido en un niño mimado del sistema, bajo apariencias de “indie” complaciente no hace sino reiterar un modelo que le está proporcionando buenos réditos dentro de la industria, le permite contar con nombres del star system, se está creando una trouppe de incondicionales artistas y espectadores, y mientras, continuamos vendiendo humo. Humo muy transparente por cierto, porque una vez conocidas las artimañas y los trucos visuales basta un manotazo para separar el grano de la paja, y la diferencia entre ambos montones es sorprendentemente grande, tanta como intentar ver por segunda vez alguna de las películas que ha hecho y sobrevivir al intento de mantenerla en tu disco duro, dvdteca o donde quiera que cada uno tenga sus películas, incluida Tres reyes, que si no fuera por el truhán de George Clooney se encontraría hace tiempo sepultada por las arenas del desierto. Entre el humo que nos ha vendido O,Rusell se encuentra el de hacer adelgazar veinte kilos en The fighter a Cristian Bale para que ganara un oscar, y haberle hecho engordar treinta en La gran estafa para que opte a otro, prodigio de la interpretación moderna como puede deducirse, emulando así el icono scorsesiano tan patente en esta película, como si de un Jack la Motta se tratara, o del Max Cody musculoso de “El cabo del miedo”, es decir, artificio físico alejado de la interpretación. También otro de los méritos artísticos de O,Rusell es habernos ayudado a comprobar que Bradley Cooper es tan limitado como actor en la misma proporción inversa que acapara portadas por ser un guaperas, algo que se adivinaba con creces en “El lado bueno de las cosas”, pero que certifica cum laude en La gran estafa porque es, con diferencia, lo peor de la película, que cuenta con muchos y sugerentes detalles para no ser recomendada.
Nada sorprende y todo lo que se ve resulta visto, la cansina y reiterada voz en off, alternada por los protagonistas Cristian Bale y Amy Adams, la estética setentera de escotes imposibles, americanas horteras y camisas imposibles, la música a cuyo ritmo se mueve la acción o languidece la misma, como bucles que vuelven una y otra vez al mismo punto de partida, porque ahora mismo cualquiera es capaz de hacerse con una selección de éxitos de los 70 sin moverse del sillón, de ahí a que la música dote de sentido al guión y a la historia media un mundo. Y uno echa de menos incluso al Roy Hill de “El golpe”, con aquella pareja de pícaros encantadores de serpientes frente a estos casposos timadores de medio pelo, adivina la influencia de Mamet y su “Casa de juegos”, pero frente a la perversidad de aquel modelo aquí optamos por el toque facilón y moralista, y puestos a hablar de golpes y timos, dénme a Burt Lancaster en Atlantic City o a James Gandolfini gestionando las basuras de New Jersey antes que a estos impostores de los que se huele la farsa a distancia y a ese alcalde penoso y patético que ansía la eclosión de un nuevo Las Vegas pero en la costa este, eso si, todo por el pueblo, aunque en el camino se queden unas cuantas decenas de miles de dólares, porque, en el fondo, qué menos que ayudar a la reelección cuando el proyecto va a dar tanto empleo en la zona, por cierto, cómo suena todo este humo al eurovegas dichoso.
Cuando la película se titula La gran estafa americana uno sonríe malévolamente y piensa, “tío, qué listo, estás riéndote de esos académicos de la legua que no dudan en piratear las copias que les proporcionas para que voten en los oscar y te ríes de ellos a la cara y encima no se dan cuenta y te ponen por las nubes”, porque la gran estafa es la película de colorines que el sr. O,Rusell se marca durante unos interminables 130 minutos, donde parece compadecerse del pobre grupo de congresistas, senadores y alcaldes que caen en la corrupción, ellos, pobres, que todo lo hacen por su estado, donde se ríe de hasta de Robert de Niro, que hace un cameo de si mismo, rizando el rizo del esperpento, haciendo de caricatura de mafioso, como si el Sam Rotshtein de Casino se hubiera despertado en una cámara criogenizada y su cara mantuviera el rictus congelado del dibujo animado en que se ha convertido el actor.
Estamos ante un mero producto de mercadotecnia destinado a reventar taquillas, bajo una presunción de cinema verité que pierde credibilidad por todos sus poros, hay que justificar el porqué de cada actor interviniente, y para ello recurrimos al esquematismo y la simpleza, el agente del FBI encabronado por la imposibilidad de prosperar, que vive en una casa de medio pelo en un barrio degradado, con una madre dominante y una novia obsesiva, alucinado por el mundo de lujo que le muestran los timadores a los que quiere utilizar como gancho para llegar más arriba, a la cúpula de la mafia y al sistema político que los encubre, la niña mona sin cabeza y ciclotímica, luciendo palmito y contenta con estar casada sin plantearse la historia de infidelidad que acarrea a sus espaldas mientras tenga un nuevo electrodoméstico que quemar, personaje plano, insulso e innecesario donde les haya el de Jennifer Lawrence, salvo por dar lugar a alguna graciosa situación colateral, y por último la pareja de superlistos, los timadores de segunda Bale y Adams, gris el primero y espectacular la segunda, pero meros guiñoles de una fábula sin alma, sin ritmo, sin locura, la locura que exigía un ambiente de drogas, dinero, prostitución, política y mafia, rodada como si el hampa se conformara con dejarte en calzoncillos en medio de la ciudad después de darse cuenta de que has querido estafarles, en vez de arrojarte a la bahía con un peso en los pies, y aquí ya podía haberse desmelenado como Scorsese en El lobo, porque con todos los defectos de ésta, al menos se mantiene una constante de exceso y abuso justificada que aquí se echa en falta. Eso si, hemos descubierto que Amy Adams ya no solo puede ser un bicho como el de The master, sino que además puede pasar de ser la vecinita simpática y adorable a una auténtica seductora, pero en Los timadores también Annette Benning explotaba sus dotes de mujer fatal y encima la película era buena, mientras que aquí estamos en la medianía, como si se hablara de revistas y alguien comparara Cahiers con Fotogramas.
[…] 1. La gran estafa americana (David O’Russel) […]