Un mantel de tela largo, muy largo, se extiende sobre el verde intenso, casi fosforito, de la hierba de un parque. El lugar es un pequeño oasis en medio de la ciudad. Un estanque con agua azul petróleo bordea la zona destinada al recreo. Un cielo blanco salpicado de pequeños pájaros azules ilumina el lugar como si fuera un foco teatral.
Nos disponemos a celebrar una fiesta. No sé lo que se celebra, pero deduzco que soy la anfitriona. Los invitados vienen hacia mí. “¿Dónde están las cervezas?” Me preguntan. “He traído vino tinto y tortilla.” Me informan. “¿Necesitas ayuda?” Me ofrecen.
Sobre el mantel, de estampados azules y verdes sobre fondo blanco nuclear (como un reflejo del cielo), se extienden múltiples platos de canapés, todos ellos compuestos de rebanadas de pan con diferentes manjares: queso, tortilla, salmón, jamón serrano, salchichón ibérico…
El mantel es infinito, pero también la afluencia. No deja de llegar gente a ésta mi fiesta. Y no sé si habrá comida suficiente. Empiezo a inquietarme. El día, que amaneció luminoso, ha comenzado a oscurecer. Un manto denso de nubes negras inunda el cielo y siento como si lo sostuviera sobre mi cabeza.
A cada rato alguien se acerca a mi oído a comunicarme que está de camino una persona más. A muchas de ellas ni las conozco. Diría incluso que no conozco a ninguna, aunque todas me conocen a mí. Desesperada, comienzo a partir cada canapé en dos partes. Y luego, cada parte en otras dos más, y así con cada uno. Dejo de sentir mi cuerpo para ser solo manos. Unas manos que, como Jesús en el milagro de los panes y los peces, multiplican los canapés para mi fiesta. Para que todas las asistentes puedan echarse un bocado a la boca. Hasta que haya algo de comer para todas. Al fin, deja de llegar más gente. Aún quedan varios trozos de pan con jamón y con queso para las últimas invitadas.
Solo entonces, puedo escuchar la música que suena desde hace un rato. Alguien se está encargando de poner música. Alguien que no conozco, pero sabe la música que me gusta. Y vuelvo a ser cuerpo, y no solo manos, aunque ahora soy cuerpo sin cara. Un cuerpo sin cara que baila, baila hasta fundirse con las nubes, de nuevo blancas, y con el blanco mantel y con el verde intenso de la hierba de un parque de ciudad, cuyo estanque luce aguas azul petróleo.