Abandonaba el cine cuando la palabra fin apareció sobre la pantalla: ya tenía mi propio final para la historia. Él apretaba el gatillo; siempre era la mejor opción.
Había llovido durante la proyección y en el asfalto relucía la ciudad y el tartamudeo de la luz ámbar de un semáforo; los coches se devoraban a sí mismos dejando atrás un reflejo roto. Cogí por Endtown hasta Goshfort. Allí estaba lo mejor de la calaña nocturna, y por supuesto Billy Ray. Sonrió al verme. Nos abrazamos. Pidió unas cervezas y charlamos en la barra. Recordamos viejos tiempos, aquellos años de chiquillos en el barrio. Nos reímos del día que nos peleamos por Lucy Rice y de cuando destrozamos las ruedas del director del instituto. Salimos por atrás al parque y caminamos sin rumbo, luego nos sentamos en el respaldo de un banco. Le di un cigarro. La llama del mechero se estremeció con violencia en sus manos. El brillo rojizo revivía con cada calada: me hizo pensar en una luciérnaga agonizante. Mientras me hablaba de sus hijos Dave y Mike vi sus fotos. No había nadie cerca. Me miraba de reojo cuando comenzó a gemir. Disparé.
Nunca entendí que llorasen.