Comentario a WEIL, Jiří: Mendelssohn en el tejado. Impedimenta, Madrid, 2017.
La página acaso más leída de la literatura checa es la de un tal Gregor Samsa que amanece convertido en una especie de cucaracha, por una suerte de transformación, de metamorfosis inexplicable. En cambio, la novela de Jiří Weil, también checo pero mucho menos conocido, lo hace con otro tipo de transformación, en una novela que tiene que ver con las estatuas, con el devenir estatuas de los entes, incluso del humano. Pues Rudolf Vorlitzer, aunque nunca se nombra explícitamente, padece la llamada enfermedad de la piedra, una de las que así se llaman, porque, como veremos, hay otras también en esta crónica del horror, tocada, eso sí, por una singular ironía sentimental y melancólica. Esa enfermedad la he buscado en ese templo de los hipocondriacos que es la web. Se llama miositis osificante progresiva, y es rara, tan rara que sólo se da en uno por cada dos millones de humanos, que es, en cualquier caso, una proporción muchísimo mayor que la del acontecimiento metamórfico de Samsa. Sin embargo, todos los procesos de degradación tienen cosas en común, como descubrimos al leer el que padece Vorlitzer: «No podía leer, y no porque la vista le hubiera fallado. Sus ojos aún cumplían su función (…) pero sus manos no le obedecían: no querían sujetar el libro ni pasar las páginas. De vez en cuando, algún paciente vecino le leía durante un rato en voz alta. Aunque en ocasiones se trataba de algún libro que jamás habría leído en su vida pasada, ahora agradecía cada palabra, aunque viniera de un texto mediocre. Los vecinos iban cambiando: unos se iban, otros se morían y otros sufrían unas fiebres tan altas que ni siquiera eran conscientes de sí mismos. Así que la mayoría del tiempo no le quedaba más remedio que mirar al techo mientras contaba las horas y los días, que se iban arrastrando como una cadena a sus espaldas. Habían pasado demasiados, y desde el instante en el que se apoderó de él aquella extraña enfermedad, cuando le fallaron las piernas y le dejó de obedecer un brazo, esos días se han convertido en años. Durante algún tiempo aún continuaron llamándole «doctor», pero no tardaron mucho en olvidar que era un compañero de profesión y pasó a convertirse solo en un caso excepcional, y él ya se había acostumbrado a su nueva situación. En verdad, hacía tanto tiempo que había dejado de considerarse un ser humano que hasta eso acabó por no importarle. (…) Trataba de analizar cada detalle de su pasado con justicia, pero le resultaba prácticamente imposible dilucidar el motivo por el cual, de entre toda la gente que habita el mundo, había sido precisamente a él a quien le había afectado aquella misteriosa enfermedad que le había convertido en una estatua viviente.»[1]WEIL, Jiří: Mendelssohn en el tejado. Impedimenta, Madrid, 2017. pp. 50-51.
Aparentemente, e insisto en que tal vez sólo sea una apariencia, la estrategia narrativa de Weil está lejos de las remociones ontológicas que propone la escritura de Kafka, y que Gilles Deleuze y Félix Guattari, definían como una literatura menor, aunque sin ninguna connotación de índole prescriptiva.[2]DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix: Kafka. Por una literatura menor. Era, México, D.F., 1998. Más allá de las máquinas abstractas, de la teoría de los devenires, la novela de Weil se pregunta a qué suena la piedra, cuál es su música, y si no puede consistir eso en su propia enfermedad, y esa pregunta, todavía en su forma más rutinaria, que el propio novelista insinúa, a propósito de una visita del ministro Albert Speer, agasajado por Heydrich, el Reichsprotektor: ¿Por qué Praga es música petrificada? (p. 120). En definitiva, todo el conjunto de la novela pone en contacto el arte más abstracto, la música, producida con tiempo y silencio, con los más materiales, espaciales o masivos: la escultura y la arquitectura. De hecho Jiří Weil es, por sí mismo, un perito en tiempos pétreos, osificados, como lo son los de los totalitarismos del siglo XX, fascismo y comunismo, puesto que los sufrió ambos, en un periplo por completo novelesco, hasta el punto de que si no acabó convertido en humo, como tantos otros millones de judíos, es porque fingió su suicidio en el río Moldava. El núcleo de su otra gran novela de la ocupación nazi, Vida con estrella, está dibujado sobre la angustiosa espera del transporte que lleva a los judíos de Praga hacia la muerte, así como sobre las diversas formas en las que el suicidio se aparece a esta población perseguida como una opción ventajosa.[3]WEIL, Jiří: Vida con estrella. Impedimenta, Madrid, 2017.
Pero otro aspecto en común a ambas es el de la sombra moral que arroja la colaboración generalizada, así como el de las falsas expectativas sobre las que sustenta, puesto que ninguna cualificación elevaría la utilidad de un trabajador judío por encima de la utilidad de su muerte. Y esa colaboración se hace especialmente significativa en la intrincada maraña burocrática, sobre todo en la novela que es el objeto de estas líneas. En el caso de Weil, su empleo fue el epítome del absurdo, de la paradoja cruel, como una especie de arqueólogo o anticuario de sí mismo en el Museo del Judaísmo, al que los nazis consagraron el barrio Josefov de la ciudad. Así resume este extraño programa John Banville, en un libro magnífico sobre Praga: «Tal vez resulte sorprendente que también los nazis, después de la invasión de Checoslovaquia, decidieran conservar los monumentos que perduraban, con la intención de convertirlos en un Museo del Judaísmo que sería una conmemoración irónica de una raza que pronto, eso pensaban, se extinguiría. Durante la ocupación nazi casi 80.000 judíos fueron asesinados, y hoy sólo una pequeña comunidad de judíos ortodoxos continúa en la zona.»[4]BANVILLE, John: Imágenes de Praga. Herce, Madrid, 2008, p. 200. Limpiar, ordenar los restos que seré de lo que fui. En estas circunstancias el trabajo, el tiempo, el texto se depositan en una especie de limbo. Y esto es lo que le otorga a la literatura de Weil una naturaleza onírica, en realidad sonámbula. Porque la realidad misma se ha vuelto mágica, si se entiende por la magia no una manera de la potencia sino más bien el desvío de lo impracticable, de lo inmanejable o imposible. El sentido de la obligación de portar una estrella amarilla, el de poder estar o no estar, el de tener o no tener, que es el que planteaban las leyes de la ocupación, tantas y tan cambiantes que resultaba imposible memorizarlas, realizaban ese infierno que el mismo Kafka sólo había podido intuir en la vida deshabitada de su ciudad. Lorenzo Silva, que a su condición de novelista de extraordinario éxito, y por lo tanto algo desplazado con respecto a nuestros intereses literarios, une la de jurista, ha escrito en su más que interesante ensayo El Derecho en la obra de Kafka algo que puede iluminar la inflación normativa durante la ocupación, que es la que Jiří Weil refleja: «El Derecho no pertenece a aquéllos sobre los que actúa, sino a una incierta y oscura casta «sacerdotal» que se guía por una intención indescifrable. La máquina judicial no actúa para los individuos; se «alimenta» de ellos, como si fueran un combustible que precisa hacer circular de uno a otro de sus negociados, para nutrir una actividad justificada en sí misma o en nada, según podemos sospechar. (…) El resultado es que la inocencia no existe. La dialéctica entre el convencimiento psicológico del individuo de su no culpabilidad y la afirmación puramente normativa que emite el tribunal (en función de su discutible mecánica), se resuelve, incluso en un plano ontológico, a favor del último. La inocencia queda como una idea sobre la que sólo hay leyendas.»[5]SILVA, Lorenzo: El Derecho en la obra de Kafka. Rey Lear, Madrid, 2008. pp. 90-91. La multiplicación de las leyes vendría a ahogar lo que, según muestra Stéphane Mosès, es fundamental para el equilibrio de la supervivencia religiosa, sobre todo tal y como se muestra en la alegoría poderosísima del Cantar de los cantares, y que es el hecho de la multiplicidad de besos con la que la ley nos toca.[6]MOSÈS, Stéphane: L’ Éros et la Loi. Lectures bibliques. Seuil, Paris, 1999, pp. 65-76. La multiplicación anaerótica de la burocracia en la Praga ocupada pone a los judíos, de antemano, en la condición de reos y la mera existencia posee la cualidad mortífera de una ordalía o de un double bind insuperable. Hagas lo que hagas habrás desobedecido. La realidad de las normas es la de lo que puede ser juzgado, argumentado o explicado, pero a partir de ellas, porque ellas mismas se sustentan en el vacío. Ajenas a esas misteriosas propiedades simples a las que no pueden considerar sino como una amenaza, pues como escribe Imre Kertész, otro hijo de Israel en esa Europa herida por mil cortes, «lo verdaderamente irracional y lo que en verdad no tiene explicación, no es el mal, sino lo contrario: el bien.»[7]KERTÉSZ, Imre: Kaddish por el hijo no nacido. Acantilado, Barcelona, 2002, p. 53.
El inicio de la novela es una broma, un mandato grotesco proyectado sobre la más oscura de las perspectivas./p>
Un funcionario de las SS decide que debe ser retirada una escultura del compositor judío Mendelssohn en el tejado del Rudolfinum de Praga, que se convirtió durante la ocupación en la Casa del Arte Alemán. El problema es que no hay una única estatua y los empleados no son capaces de distinguir cuál es la que representa al infamante músico. Julius Schlesinger, el funcionario de las SS, les da la solución: «-Haced otra ronda y fijaos bien en la nariz de las estatuas. La que tenga la nariz más grande es la del judío. Schlesinger había asistido a un curso llamado «Cosmovisión» en el que les habían dado una conferencia sobre «ciencia racial». Allí les mostraran unas diapositivas con imágenes de unas narices junto a las cuales aparecían sus medidas exactas. Habían medido cada una minuciosamente. Se trataba de una ciencia rigurosa y compleja, pero los datos que proporcionaba eran bien sencillos. De ella se desprendía que los judíos eran propietarios de las narices más grandes.» (p. 21). En efecto, es un episodio de opereta. Por eso no es casualidad que se confunda con la celebración del Don Giovanni del praguense Mozart en presencia de Heydrich, quien se sumerge en ensoñaciones con ella: «La obertura de la ópera Don Giovanni llegó a su final y los aplausos tronaron por toda la sala. La música no era precisamente de su agrado: Mozart es demasiado dulce, demasiado delicado, demasiado apaciguador, pero forma parte esencial de la cultura de Praga, y cuesta imaginarse otras notas abriendo una ópera en el Rudolfinum. La música de Mozart sonó por primera vez en la ciudad cuando esta aún dormía sobre el lodo austriaco. Sí, ahora también duerme, pero sumida en el sueño de un cadáver bajo el talón del vencedor. Sin embargo, algún día se despertará convertida en una ciudad alemana y, entonces, sonará una música diferente.» (p. 31). Si será la nueva barbarie medievalizante de Carl Orff, o si habrá que esperar a una fisura dentro del romanticismo musical, como la que supone la obra de arte total de Wagner no se dice. Pero la nariz elegida arriba, en el tejado, la más prominente y sospechosa, según este criterio de antropometría aria, será precisamente la de Wagner, el epítome del arte alemán. Esta es la broma, el tempo scherzante con el que arranca la novela.
Y el fondo siniestro, contra el que proyectamos la sonrisa, es el hecho de que al mismo Richard Wagner se debe uno de los panfletos racistas y antisemitas más repugnantes de la negra historia del racismo. Me refiero a El judaísmo en la música, del que tenemos una excelente edición a cargo de Rosa Sala Rose. Y es que ese escrito vergonzoso, primero publicado de modo anónimo (1850), y reeditado más tarde con su arrogante firma (1869), está dirigido, y de un modo singular, contra dos compositores judíos de éxito como Meyerbeer y el propio Félix Mendelssohn, de ahí que traiga a colación esta pestífera diatriba, distinguiendo con claridad, por el momento de manera dogmática, la bajeza del Wagner racista de la grandeza, en cierto modo se puede decir que insuperable, del pensamiento musical de Wagner. El proyectil disparado contra su competidor entre las estatuas del Rodolfinum, es del todo injusto. Como si el mal de piedra sonase a envidia y bilis negra: «La delicuescencia y arbitrariedad características de nuestro actual estilo musical se han visto, si no provocadas, sí llevadas a su máxima expresión por el empeño de Mendelssohn de plasmar un contenido confuso y casi irrelevante de la manera más interesante y deslumbrante posible. Y si el último de entre las filas de nuestros auténticos héroes musicales, Beethoven, lucha con todo su ahínco y su prodigioso talento por hallar la expresión más clara y segura posible de un contenido inefable (…) Mendelssohn desdibuja en sus producciones las figuras adquiridas por su predecesor hasta obtener una sombra delicuescente y fantástica, cuya imprecisa coloratura estimula arbitrariamente nuestra caprichosa imaginación.»[8]WAGNER, Richard: El judaísmo en la música. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2013, p. 61.
Esta intervención de Wagner, de la que he seleccionado uno de los párrafos menos pornográficos, sobre todo porque, aunque desequilibrada y errónea, va dirigida a la fractura que mencionaba antes dentro de la música romántica. Lo demás, casi todo en realidad, parece un adelanto del retardo del pensamiento de Gobineau, a quien no leyó hasta 1880, aunque todo les conducía a la amistad y mutua admiración. En cuanto a la genealogía del racismo de Gobineau, y a su influjo persistente, pocos ensayos mejores que Nosotros y los otros, el muy reconocido trabajo de Tzvetan Todorov, que no sólo establece una base conceptual consistente sino que la rastrea a través del par complementario de la nación (Barrès) y lo exótico (Chateaubriand, Segalen, Loti).[9]TODOROV, Tzvetan: Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. Siglo XXI, Madrid, 2010. No por minimizar el despropósito de Wagner, podríamos buscar los signos del racismo incluso en la filosofía universalista de Kant, quien intenta establecer el concepto moderno de raza, sin evitar por ello la medida y la jerarquización abusiva, de tal manera que en Sobre el uso de principios teleológicos en filosofía, escribe de los amerindios, «esta raza, demasiado débil para el trabajo duro, demasiado indolente para el trabajo perseverante e incapaz de toda cultura (…) se sitúa incluso muy por debajo del negro, que por lo demás ocupa el más bajo en el resto de los niveles que hemos denominado diversidades de raza.»[10]KANT, Immanuel: La cuestión de las razas. Abada, Madrid, 2021, p. 180. He aquí los contornos oscuros, el mal de la piedra que se cierne sobre un divertimento de esculturas confundidas. De hecho, Mendelssohn en el tejado, a partir del atentado a Heydrich, se desfonda en una vorágine de horror. Porque la piedra herida, cambiada, es también la de la dificultad de la representación en un pueblo asediado. Un pueblo como el de Jiři Weil, que sólo podía valerse de la palabra, del relato o de la capacidad limpiadora de la música, si es que se trata de no hacerse imágenes.
Título: Mendelssohn en el tejado |
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Referencias
↑1 | WEIL, Jiří: Mendelssohn en el tejado. Impedimenta, Madrid, 2017. pp. 50-51. |
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↑2 | DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix: Kafka. Por una literatura menor. Era, México, D.F., 1998. |
↑3 | WEIL, Jiří: Vida con estrella. Impedimenta, Madrid, 2017. |
↑4 | BANVILLE, John: Imágenes de Praga. Herce, Madrid, 2008, p. 200. |
↑5 | SILVA, Lorenzo: El Derecho en la obra de Kafka. Rey Lear, Madrid, 2008. pp. 90-91. |
↑6 | MOSÈS, Stéphane: L’ Éros et la Loi. Lectures bibliques. Seuil, Paris, 1999, pp. 65-76. |
↑7 | KERTÉSZ, Imre: Kaddish por el hijo no nacido. Acantilado, Barcelona, 2002, p. 53. |
↑8 | WAGNER, Richard: El judaísmo en la música. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2013, p. 61. |
↑9 | TODOROV, Tzvetan: Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. Siglo XXI, Madrid, 2010. |
↑10 | KANT, Immanuel: La cuestión de las razas. Abada, Madrid, 2021, p. 180. |