Este libro no esconde su tesis básica: no hay posibilidad de reformar la actual Constitución española. No da más de sí. Es letra muerta. La crisis económica y política ha dejado al sistema nacido del 78 sin legitimidad y a la Constitución vacía. Su autor, Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, sabe bien que los problemas constitucionales no son en última instancia problemas de ingeniería, sino de legitimidad democrática. Y por ello, no duda en advertir que por muy buena que sea la técnica, sin legitimidad democrática no se va a ninguna parte.
Si bien Pérez Royo reconoce “el impulso constitucional” de la Transición como el “más fecundo de nuestra historia” (27), también advierte con criterio que la renovación jurídicamente ordenada del sistema político español no está garantizada. Y esto sería así en la medida en que se dieron ciertos vicios de origen, fundamentalmente un bloque bipartidista y un principio antifederal. Ambos elementos explicarían bien que las reformas constitucionales que se han emprendido no han sido propiamente reformas españolas, sino que deben ser entendidas dentro del marco de construcción política y económica de la Unión Europea. Y, del mismo modo, ambos principios nos revelan con crudeza cómo nuestro sistema político posee escasa capacidad para afrontar dicha tarea y por lo tanto para renovar su legitimidad.
La composición del Parlamento nacido el pasado 20D pone de relieve precisamente esta situación. El Partido Popular no tiene los escaños suficientes para formar gobierno, pero mientras no varíe la situación, tiene los suficientes como para bloquear cualquier proceso de reforma constitucional. Por todo ello, como ha quedado recogido en diversos medios, el jurista provocativamente ha dado un paso más: “Hay que volarla, hacerla saltar por los aires” y encaminarnos –asegura– hacia un proceso constituyente, en el que de una vez por todas se afrontase con serenidad y racionalidad la forma territorial y se garantizase el principio de igualdad.
El sistema de partidos español nace con la denominada Transición y se articuló a partir del resultado de las elecciones del 15 de junio de 1977 que, como indica el autor, aunque no fueron convocadas como constituyentes acabaron siéndolo. La Constitución de 1978 sería el resultado del acuerdo alcanzado entre los centros de poder franquistas y las fuerzas democráticas emergentes. De tal modo que la denominada Transición consistiría en la transformación del franquismo en un sistema demoliberal equiparable en diversos aspectos al de muchos países occidentales. Se salía de una época dominada por la figura visible del dictador Franco y se entraba a una fase en donde no existía un grupo sólido, amplio y unido en un agenda clara. No obstante, aquel proceso se caracterizó en verdad por no afectar a la posición de las viejas élites políticas del franquismo. Los titulares del poder durante la dictadura tuvieron en casi todo momento la iniciativa sobre el tipo de democracia hacia la que se quería transitar. Por este motivo, como señala oportunamente Pérez Royo, fueron ellos los que definieron el marco normativo para el ejercicio del sufragio del que salieron los Cortes Generales que hicieron la Constitución: la Ley para la Reforma Política de 1976 y el Decreto ley 20/1977, de 18 marzo sobre Normas Electorales. Había que ir –como se fue– hacia una desviación calculada del principio de igualdad (95) que presidiría el proceso electoral y que se prolongaría hasta las elecciones del pasado 20 de diciembre. Para entender cómo fue aquel encaje de bolillos y su planificación basta recordar aquí el texto de Herrero de Miñón, El principio monárquico publicado por Cuadernos para el Diálogo en 1972, que explica bien cómo para aquellas élites la transición del régimen de las Leyes Fundamentales a la democracia acabó instrumentalizándose como una operación de reforma de las propias Leyes Fundamentales. El rey vino entonces a representar la soberanía nacional y ser el principio activo de unidad de la nación.
La cuestión estaba clara: si las viejas élites franquistas se hacían –en una apariencia gratuita– el harakiri con la ley de Reforma Política era en la medida en que se aseguraban normativamente que la composición de las nuevas Cortes garantizaría la continuidad convenida de sus intereses. Por un lado, y de modo indiscutible, se aseguró la asunción por el resto de fuerzas del principio monárquico como poder moderador y la neutralización del ‘problema’ territorial. Y por otro, las Cortes franquistas determinaron con aquella ley la estructura del sistema de partidos de la democracia española. Con ese sistema ya establecido se procedió a la elaboración de la Constitución, que en gran medida reprodujo sin desviación la estructura del bloque preconstitucional. Así, como señala Pérez Royo “el «núcleo esencial» de ese bloque normativo preconstitucional continúa siendo el «núcleo esencial» del bloque de la constitucionalidad vigente desde la entrada en vigor de la Constitución” (59). Dicho con otras palabras, la transición era inevitable, pero fueron los titulares del poder en el régimen anticonstitucional y antidemocrático los que tuvieron el control sobre el tipo de democracia hacia la que se iba a producir la transición.
La cuestión clave, para atar todos los cabos, como relata el autor, resultó entonces la de ganar las elecciones a las Cortes previstas en la Ley para la Reforma Política. Para aquella victoria se operó sobre el principio de igualdad en el ejercicio del derecho al sufragio. El gobierno y las viejas élites franquistas hicieron cuentas y recordaron las experiencia de la Segunda Republica en la que los escaños que correspondían a cada provincia guardaban una más que notable proporcionalidad con el número de habitantes. El voto de cada ciudadano tenía prácticamente el mismo valor independientemente de la circunscripción. En aquel contexto, las fuerzas republicanas basaron su triunfo en las principales ciudades. Así, ante aquel recuerdo, las élites impusieron una desviación calculada del principio de igualdad. Se separó de manera estadísticamente significativa el número de escaños de cada circunscripción del número de habitantes de la misma. Había (como hay) provincias sobrerrepresentadas y provincias subrepresentadas. En verdad, como indica Pérez Royo, ese calculo ya lo sabía el gobierno cuando había redactado el proyecto de Ley para la Reforma Política. Fue la forma con la que el gobierno pudo orientar el resultado final en el sentido deseado. Fue la forma con la que se aseguró a las élites franquistas la continuidad una vez que se aprobó la ley y fueron elegidas las nuevas Cortes. “Cuanta más desviación, más garantía”, concluye Royo. De esta manera, junto a las reformas añadidas por el Decreto-Ley del 77 que introducía la regla D’Hont, el mínimo de escaños por provincia y la barrera legal del tres por ciento, quedaba aprobada la Constitución del bipartidismo. Sus consecuencias, como sabemos, llegan a la actualidad.
Un sistema pensado para una única convocatoria acabó teniendo una vigencia indefinida. Con él se han celebrado todas las elecciones. Y en esto también colaboró el PSOE, que pronto comprendió que el sistema le era favorable para establecerse con la hegemonía de la izquierda española. Como describe Pérez Royo, fue Peces-Barba como representante del Grupo Parlamentario Socialista quien negoció sin debate el artículo 68 de la Constitución con el gobierno de la UCD para que quedara como quedó.
El sistema se cerró con la constitucionalización del Senado con cuatro senadores por provincia y una fórmula mayoritaria que hace casi imposible que sea elegido senador quien no pertenece a cualquiera de los grandes partidos o a los partidos nacionalistas mayoritarios en Cataluña y País Vasco. El Senado se convirtió por tanto en el freno de mano a cualquier posibilidad de reforma constitucional. Como vemos en nuestros días, si los resultados del 20D quebraron el bipartidismo en el Congreso de los Diputados, no ocurrió lo mismo en el Senado, en donde el Partido Popular sigue contando con la mayoría absoluta y ostentando la misma fuerza retardante.
Al mismo tiempo, la pervivencia en la Constitución del 78 y en el Senado (“la Cámara de representación territorial”) de la provincia -una estructura administrativa vinculada a la organización territorial de la monarquía española, fuera del control democrático directo y ámbito tradicional para las clientelas-, en detrimento de las comunidades autónomas fijaba los límites para todo intento de un Estado federal. De este modo, apunta el autor, las comunidades autónomas quedaban condenadas a ser meros compartimentos estancos sin participar en la dirección política del país.
Por todo ello, concluye el jurista, la reforma constitucional resulta ya inviable. La crisis del sistema de partidos ha hecho saltar por los aires su legitimidad y la cuestión catalana ha revelado los verdaderos límites de nuestra estructura territorial. Si la Transición sirvió para evitar el choque con las fuerzas del Régimen a cambio de un déficit de legitimidad democrática, hoy podemos decir que hasta aquí hemos llegado con ese déficit. La pluralidad de la sociedad española que se manifestó el pasado 20D hace evidente la necesidad de dotarnos de una nueva institucionalidad más democrática. Sin una ley electoral adecuada y sin una auténtica forma federal no hay salida a la crisis de legitimidad (y constitucional) en que nos encontramos. Es más, si se quiere avanzar hacia una verdadera democracia económica, debemos de saber que el único modo de conseguirlo es a través de una institucionalidad federal. Por eso, es obligatorio reconocer la importancia del libro de Pérez Royo y su osadía para iniciar el necesario debate sobre la reforma constitucional en España.
Título: La reforma constitucional inviable |
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La Transición española tuvo numerosos fallos que, con el tiempo, han ido aflorando cada vez más vivamente. Alguno de ellos se reflejan en la propia Constitución pero, quizá, era poco más de lo que se podía hacer en esos momentos si queríamos que España retornara a la democracia. Y aún así las intentonas de golpe de estado se sucedieron una tras otra hasta bien avanzados los 80.
El problema es que esa Constitución no se ha ido actualizando a lo largo de los años y no lo ha hecho por que es obvio que este modelo fue interesando cada vez más al PP y al PSOE, los dos partidos que se han ido alternando en el poder desde la desaparición de la UCD y, de paso también, a los dos partidos nacionalistas con más raigambre PNV y Convergencia.
Hoy, es obvio que la Carta Magna necesita o bien una renovación de arriba a abajo o, sencillamente, «borrón y cuenta nueva».
Saludos.